En la mañana aquella de octubre del ’76, cuando todavía no había hablado con ningún compañero y ni siquiera sabía donde estaba (por qué estaba, claro que sabía; pero como me habían encapuchado antes de salir de casa…) dos sonidos me ayudaron a ubicarme: el de un bandoneón y el de una campana.
Durante 24 años había vivido a los fondos de la seccional Cuarta, había ido a la escuela Nº5 López y Planes – que tenía una campana en su puerta- y había escuchado ensayar a un músico que tocaba el bandoneón todas las mañana.
Y fueron justamente esos sonidos los que me avisaron donde estaba.
En la esquina de Bv. Zavalla y Tucumán, justo frente a la escuela y a la vuelta de mi casa.
El punto es que al volver a la Cuarta, treinta y dos años después, al acercarnos caminando por el Bv. Zavalla, el sonido de un bandoneón tanguero nos sacudió a todos.
Como si fuera un recurso de un director de cine, alguién estaba tocando su bandoneón en el momento exacto en que nosotros íbamos al encuentro de un recuerdo tan remoto. Lo saludamos, le explicamos la situación y él confesó que alguien le había comentado un libro que contaba lo mismo.
Ensayó algo así como una disculpa, «yo escuchaba los golpes y los gritos pero pensaba, ¿qué habrá hecho esta gente para que le peguen así?, no supe ver lo que pasaba…», agradeció los elogios y volvió a lo suyo. Igual que hace treinta y dos años, de mañana, el maestro Víctor Hugo Canale toca el bandoneón.