La aparición de un tarro de dulce de leche en el CCDYT La Cuarta de Santa Fe nada menos que en octubre de 1977


Mi papá se fue a vivir a Santa Fe en 1944.

Después de aquel primer trabajo en los frigoríficos de Berisso, tuvo que andar un tiempo en la Patagonia para escapar de la policía que lo buscaba por un “carnero”, al que “alguien” le había roto la cabeza, con una llave inglesa, durante la huelga de 1934.

Cuando volvió a Buenos Aires, mi padre trabajó para un tío que tenía una fábrica de válvulas de radio cuyo nombre, B y E, aludía a sus presuntas propiedades. El secreto del nombre era muy simple: buenas y económicas.

Como obrero de esa empresa participó en la fundación de la primera organización sindical de los metalúrgicos, pero luego de una huelga derrotada, su tío le ofreció trabajo en una nueva empresa en Rosario: un negocio de venta de productos de elec­tricidad y radio.

Estuvo un tiempo en Rosario, allí conoció a mi mamá, y cuando le propusieron encabezar una sucursal de la empresa en Santa Fe, se casaron y allí fueron.

Compraron una casa frente al Mercado de Abasto, en Primera Junta y Boulevard Zavalla, en lo que entonces eran las afueras de la ciudad, casa que consiguió muy barata por dos razones. La primera, obviamente, era su ubicación: el Mercado de Abasto en aquella época era el lugar donde llegaban los quinteros de la zona. Y llegaban con carros a tracción a sangre y eso quería decir bosta, meada de caballos, ruido y mugre todo el día.

Y toda la noche, porque el mercado abría a las cuatro de la madrugada y los caballos, digo los carros, llegaban a media noche o un poco más tarde. Dependía de qué zona de quintas vinieran.

La otra razón era la más comentada por mi papá: el dueño anterior la había perdido jugando a las cartas, y para mi viejo, moral proletaria y bolchevique, el hecho de que alguien se jugara la casa a las cartas era sencillamente incomprensible.

Pero la casa tenía algunas ventajas muy apreciadas por noso­tros; era muy grande, tenía muchas habitaciones y un fondo muy amplio con árboles frutales y todo. Había hasta un olivo, que soportaba nuestras subidas a la siesta y también una vid que daba una uvita chiquita y no muy dulce pero que en verano comíamos con ganas. Cuando vino mi abuelo de Lituania, puso un gallinero en el fondo y el lugar se convirtió casi en una quinta.

El fondo daba a otra casa, y de la otra casa se pasaba a los fon­dos de una comisaría: la seccional Sexta que, en los setenta, pasó a llamarse la Cuarta. Frente a la Cuarta estaba la escuela Vicente López y Planes, la número Cinco como le decíamos nosotros, la escuela a la que fuimos los tres hermanos.

Todos en turno mañana porque a la tarde teníamos que ir al Shule, la otra escuela para la familia. El Shule era una escuela de la colectividad judeo progresista, donde supuestamente estudiábamos el ídish, pero que en realidad funcionaba como un club de juegos y descubrimientos de un montón de cosas que en la escuela oficial no teníamos: la ciencia, los nazis, la historia europea, la revolución rusa, los adelantos científicos, el teatro, el cine, club, los amigos.

La Escuela Popular Israelita I. L. Peretz era en realidad nuestra segunda casa, una especie de familia grandota que nos cobijaba y en el seno de la cual teníamos una intensa vida social. Y una forma­ción política nada despreciable. Seguro que no fue por casualidad que más de sesenta compañeros del movimiento judeo progresista argentino pasaron por las cárceles y campos de la dictadura. Y un puñado de ellos quedó desaparecido.

A la vuelta de la casa vivía un músico profesional, un bando­neonista bastante bueno, que practicaba casi todas las tardes una música que nosotros escuchábamos en silencio desde el fondo de nuestra casa, en un alto de nuestros juegos de cowboys o de Tarzán.

He tenido que dar este largo rodeo para que se entienda por qué en la mañana del 13 de octubre de 1976, después de dormir mi primera noche de preso en el suelo, ya que en la celda no había absolutamente nada más que nosotros mismos, los sonidos fueron como un mapa que me fueron llevando de la mano hasta saber exactamente dónde estaba.

A la mañana, temprano, la campanada de entrada a clases y después, al medio día, la de salida del turno mañana de la escuela López y Planes. Después de comer, la entrada del turno tarde y a la hora de la merienda, la de la salida. Y aquella campanada era inconfundible para nosotros, sonaba distinta a todas.

A media mañana, el sonido del bandoneón y luego los ruidos de los preparativos para almorzar en las casas de los vecinos.

Todo me era particularmente familiar y cuando vi a aquel agente retacón, ya viejo y gordito, que era el mismo que nos corría cuando jugábamos a la pelota en la calle, y que más de una vez me había llevado de las orejas a mi casa, ya no dudé más.

Estaba en la Cuarta, a los fondos de la casa donde había vivido toda mi vida hasta el 24 de marzo de 1976.

Claro que era otra Cuarta, bastante distinta a la que yo había conocido en mi infancia.

En los años del Terrorismo de Estado, la seccional Cuarta de la policía provincial, ubicada en la ochava de Boulevard Zavalla y Tucumán, fue uno de los lugares donde los grupos de tareas depositaban su caza diaria.

Allí llegaban los que como yo habían sido detenidos en alla­namientos, o los levantados de una esquina, o los arrancados de sus lugares de trabajo o estudio. O los atrapados en un enfrenta­miento.

En la Cuarta estuve unos sesenta días, que me parecieron una eternidad.

Llegué allí el 13 de octubre de 1976, así que el primer 17 de octubre bajo la dictadura, lo pasé tras las rejas. Ahora, la fecha puede parecer inofensiva o intrascendente; pero por aquellos años cada aniversario era una jornada de lucha para los sectores más combativos y de izquierda del peronismo.

Ese día conocí al comisario de la Cuarta, luego intendente pe­ronista de un pueblito cercano a Santa Fe, San José del Rincón.

Yo estaba sentado con la espalda contra la reja que daba al patio cuando cayó el hombre, con uniforme resplandeciente y enormes botas recién lustradas. Se había preparado para celebrar el día como corresponde.

Verdugueó primero a las chicas que estaban en las “tumbas” de los calabozos laterales, y luego se vino a charlar a nuestra celda, que era más grande y daba al patio central de la comisaría.

Se hizo el interesado en el estado de salud, y nos preguntó si nos faltaba algo que él pudiera resolver, que para eso estaba allí.

Pero venía por otra cosa.

Con la mayor ingenuidad, un flaco de Reconquista, le preguntó si había ocurrido algún hecho relacionado con el 17 de octubre, y el comisario aprovechó para tirarnos un discurso triunfalista: que todo había terminado para nosotros, que nos fuéramos preparando para adaptarnos al nuevo país, o sino, desaparecer.

Y pisando fuerte cerca de las rejas con sus botas relucientes, dijo algo que no olvidé a pesar de los años:

Le hemos puesto la bota en la nuca, y no se la vamos a aflojar hasta que no se rindan incondicionalmente, hasta que nos pidan por favor colaborar con nosotros.

Mario José Facino, luego intendente de Rincón, electo por dos veces en las listas del Partido Justicialista era, por aquellos oscuros días, el jefe de la seccional Cuarta, convertida en un campo de detención ilegal, de concentración y tortura a los presos políticos. Un caso paradigmático del verdadero sentido de la democracia representativa pactada entre los militares y los políticos de los grandes partidos que heredaron la dictadura y la continuaron –al menos en lo esencial del proyecto que la inspiró– hasta hoy.

Mario José Facino, responsable de un antro de perversión.

Allí se comía una sola vez al día: un plato de sopa, a veces con fideos; o un plato de guiso, a veces con carne. Ahora me causa gracia pero los hijos de puta nunca se equivocaban: cuando había sopa, daban tenedor, cuando había carne –y era bastante dura–, daban cuchara.

Sin embargo no tengo, como tienen otros compañeros que pasaron por la misma experiencia, recuerdos de hambre en la Cuarta. Tengo sí con las comidas de allí, dos o tres recuerdos bastante fuertes.

Uno es de un domingo, creo que el último domingo de octubre del 76, en que los canas empezaron a hacer desde temprano un asado de carpincho.

Una de las pocas cosas que hacían con gusto era cocinar, y comer, y tomar vino por supuesto. Me rectifico, lo que más les gustaba era mortificarnos, torturarnos psicológicamente, en paté­tico ejercicio de la pequeña cuota de poder que la patota les había entregado sobre nosotros. Los señores de la vida y de la muerte eran así. No sólo podían matarnos cuando se les cantaba, también podían entregarnos a otros por un ratito, o para siempre.

Los agentes eran los mismos que antes del golpe de Estado, y casi todos se prendían al juego de “gastarnos”, amenazarnos, hacernos pequeñas maldades como la de aquel domingo. Había otros que eran distintos; poquitos, pero que vale la pena rescatar, y lo haremos en su momento.

Primero comieron ellos hasta cansarse. El carpincho era bas­tante grande y habían preparado también una ensalada de porotos con picante. Cuando nos ofrecieron comida no lo podíamos creer. Hasta sal y pimienta tenía la ensalada, y buen condimento el car­pincho. Para cada uno un plato y un tenedor. Parecía una fiesta y nos creímos el cuento de que al menos un día podíamos comer bien, total los de la patota no se iban a enterar.

Como ya dije, en la celda no había nada, y para tomar agua o ir al baño había que pedir a los agentes que nos sacaran de la celda o nos trajeran agua. Por lo común, era una verdugueada chiquita: una hora de espera, o a veces menos, y te sacaban al baño.

Salvo que estuviera la patota; en ese caso tampoco nadie hacía el menor gesto que te pudiera poner de relieve.

No dudes, lector, que vos también hubieras preferido mearte encima a exponerte a que te vieran los de la patota.

Así que apenas terminamos de comer empezamos a pedir agua y que nos llevaran al baño. No nos sacaban desde que nos habíamos despertado, y eso que nos despertábamos bien temprano, con la luz, a eso de las seis o seis y media de la mañana.

La sed nos empezó a torturar y nos dimos cuenta de la razón de tanta generosidad. Los hijos de puta nos habían dado comida salada para luego no dejarnos tomar agua por horas, y que nos cagáramos de sed. Con las horas la boca nos quemaba y los labios se iban secando.

La sensación de sed es más desesperante que la de hambre, que al fin de cuentas al cabo de algunas horas empieza a aflojar hasta desaparecer. La sed iba en aumento, cada vez era más ho­rrible. Nos tuvieron así hasta el cambio de guardia a las ocho de la noche, cuando los tipos de la guardia nocturna, sin saber nada, simplemente nos sacaron al baño antes de dormir.

Los hijos de puta se fueron tranquilamente, como quien ha cometido una pequeña hazaña. Seguro que se sentían de lo más vivos. Y lo más escalofriante es que no creo que nadie les haya dado la idea, se les había ocurrido a ellos solitos.

Por entonces, todavía no había leído a Foucault y su teoría del micro poder, pero la primera vez que lo hice, instantáneamente, me acordé de aquellos pequeños y crueles miserables que abusaban de nosotros con patética crueldad.

Ahora los puedo imaginar: salen en grupo de la Cuarta, rién­dose de su hazaña para volver a sus pobres hogares y a sus vidas vacías después de actuar como poderosos señores con los presos políticos allí encerrados.

Creen que es su minuto de fortaleza, ni siquiera se dan cuenta que aunque espontáneo y secreto, el procedimiento ha sido previsto –y estimulado por todos los medios posibles– por los verdaderos dueños del poder.

Y que no eran más que insignificantes piezas de un mecanismo de dominación del que, ellos, sí que no podrían salir nunca.

El otro recuerdo es aún más sórdido.

A los pocos días de llegar a la Cuarta, trajeron a una compa­ñera.

En realidad no la vimos hasta unas horas después, porque cuando la patota traía a algún secuestrado nuevo, nos obligaban a voltearnos contra la pared, con la amenaza de que el que mira es boleta.

A la muchacha la pusieron en una “tumba” de las del costado, a la derecha de nuestra celda grande, que daba al patio. En aque­llos días no supe cómo se llamaba y por años traté de averiguar quién era aquella mujer. Sólo hace muy poco conocí su nombre por una investigación de un periodista santafesino, publicada en Rosario/12. Se llamaba Alicia López de Rodríguez, era del norte de la provincia, compañera de un dirigente de las Ligas Agrarias. Aún continúa desaparecida.

Lo que sí recordaba era que ella sufría de diabetes, como mi papá. Y que por eso necesitaba comer cada tres horas, y que como recibía la misma comida que nosotros (es decir una ración cada veinticuatro horas), caía desmayada en su celda, y las com­pañeras vecinas comenzaban a gritar pidiendo a la guardia que la reanimasen. Cuando eso ocurría, toda la población de presos y presas actuaba al unísono reclamando que le dieran de comer, y pedían a los guardias que le acercaran uno de los bocados que los prisioneros habían guardado para ella. Sufrió Alicia varios días esa tortura extrema de agonizar y revivir constantemente, hasta que la vinieron a buscar. Y no regresó más.

El momento en que la patota venía a buscar a algún compañero era muy fuerte. Muy denso.

La patota desplegaba toda su parafernalia. Los mismos guar­dias se asustaban, y cuando ellos llegaban no hacía falta verlos, se notaba enseguida por el modo en que los locales se movían y hasta cambiaban el trato con nosotros, eliminando hasta la menor partícula de humanismo que se les hubiera colado contra su volun­tad. Los tipos realizaban un verdadero ritual de muerte: nos ponían contra la pared y al que tocaban el hombro se tenía que dar vuelta e ir con ellos. Y si lo llevaban sin capucha se sabía que era a la muerte, porque el que los veía cara a cara no podía sobrevivir.

El momento era horrible por muchas razones, una de las ma­yores era que cada uno aguardaba en silencio que la muerte no le tocara el hombro, y no se podía disimular el alivio que se llevaran a otro. Pero el alivio duraba un segundo.

Cuando la patota se iba, el silencio se iba haciendo cada vez más pesado, hasta que se notaba en los huevos. Ese silencio era tan intenso que lentamente nos íbamos dando vuelta para descubrir quién era el que ya no estaba. La pena por el compañero perdido era formidable. Empezábamos a hablarnos, buscando convencer­nos de que a lo mejor esa vez sería distinto y el compañero o la compañera iba a volver, o que a lo mejor la encontraríamos en la guardia o en la cárcel. Pero todos sabíamos que eran fantasías. Que si te llevaba la patota sin capucha, no volvías. Que era el fin.

El tercer recuerdo que relaciona la comida con aquel encierro es un poco más grato. Un día cayó preso un muchacho que resultó ser odontólogo. La patota había caído en la casa equivocada. Él había alquilado un departamentito hacía muy poco y los Servicios tenían fichado que en ese lugar vivía algún militante o colaborador de un partido de izquierda.

Cayeron, se dieron cuenta de que el que buscaban se les había escapado, y de rabia nomás trajeron a este hombre, que no sabía muy bien de qué se trataba todo aquello. Era una buena persona, enseguida comprendió en su verdadera magnitud y significado lo que sucedía. Y trató de comportarse en la Cuarta con la mayor dignidad.

Salió rápido. En 1979 acudí a él para que atendiera gratis a un compañero de la Fede; se puso a disposición nuestra, a pesar de que ya era muy consciente en que líos se metía.

Como estaba “legal”, le permitieron recibir comida y lo pri­mero que le llegó fue una lata de dulce de leche, que compartió con todos nosotros. Era una de esas latas de exportación Marimyl con un producto extraordinariamente bueno, o será que la alegría de volver a comer algo normal le dio esa dimensión.

¿O habrá sido porque aquella lata de dulce de leche fue una de las primeras cosas que pudimos compartir entre los presos, aparte del aliento que nos dábamos para no aflojar?

 

del libro “Los laberintos de la memoria”, primera edición del 2002, cuya tercera edición se puede bajar del blog Crónicas del Nuevo Siglo

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