Declaración de amor a  María Gabriela


Hace unos nueve  años decidí dedicar un libro a María Gabriela, no contento con ello decidí también escribir los motivos; que hoy expongo aquí

Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es una acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre.

Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardinesdel Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.

Jorge Luis Borges, 1981

He escrito ocho libros pero como uno de ellos, “Los laberintos de la memoria” alcanzó tres ediciones y otro, “Tito Martín, el Villazo y la verdadera historia de Acindar” otras dos ediciones; y si consideramos que cada vez que uno cierra la última página de la corrección del libro y lo entrega al imprentero –siempre a manos compañeras, nunca a mercaderes de la palabra- es como un parto de los que nunca podrán vivir los varones, en la mañana de hoy es como si fuera la décima vez que paro un libro.

Pero es la vez primera que dedico un libro a una mujer.

A María Gabriela, porque rescató de todos los fuegos, el más imprescindible…

A María Gabriela,  la mujer que quiero en estos días, ya sexagenario  y cuando vivía convencido que el amor no volvería a conmoverme del modo que describía el gran Julio Cortázar «Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.».

Es en ese sentido que yo no elegí enamorarme de María Gabriela pero ocurrió y como siempre ocurre, el amor que se vive es el más fuerte e incomparable con los anteriores, aunque de verdad lo que hace es recuperar un poquito de cada uno de ellos y los pone en una secuencia vital que pareciera que cada cosa ha ocurrido de un modo exacto tal que me haya llevado a ese espectáculo de narradoras en el Laurak Bat para luego cenar junto al retoño del roble de Guernica, la verdadera y no la creada por mi Picasso.

Cuando publiqué mi primer libro, la primer edición de “Tito Martín, el Villazo y la verdadera historia de Acindar”, vivía con una mujer que ya no amaba y dudo mucho si alguna vez lo que viví con ella fuera amor. Antes, antes de la lluvia de la bomba y los secuestros, y también durante y después de todo aquello, amé a una mujer que me amaba pero la picana y la mierda comida por aquellos años –que no quebraron mi identidad ni mi pasión revolucionaria- mataron el deseo y un amor sin deseo no tiene futuro, tampoco presente.  Pero cuando vivía con ella no escribí ningún libro, aunque le debo algún buen poema o la dedicatoria de algún texto que esté a su altura y a la altura de lo que vivimos.

Cuando publiqué el segundo, “La Rioja que resiste. Educación y lucha de clases” no solo que vivía con alguien que no amaba sino que comenzaba a odiarme por seguir allí, durmiendo –a veces- con alguien que no amaba y ya ni respetaba.

Los libros comenzaron a ser el modo de encontrar alguna razón para seguir viviendo con la cabeza alta. Los libros y la lucha política. Y una batalla casi personal contra un Juez.

Pero cuando publiqué el tercero, el que me daría chapa de “escritor militante” y no de “un militante que a veces escribe”, yo vivía por vez primera la experiencia de tener una amante en la acepción más vulgar del término. Amar a una mujer que decía amarme pero seguía durmiendo con el marido, que no quería y mucho menos respetaba. Todo fue a escondidas, salvo un viaje olvidable a Montevideo, durante el cual tuvo el mal gusto de hablarle al marido delante mío y mentirle palabras de amor y cariño. Creo que ese día comencé a desenamorarme aunque seguimos un tiempo más.

Ahora que lo pienso, yo amaba más tener una amante que a la mujer que se acostaba conmigo vaya a saber por qué razón. Una vez, preguntada por qué no se separaba de su marido, con el que supuestamente no compartía nada; ni intelectual ni pasionalmente, hizo una repugnante referencia a un departamento en no me acuerdo que zona de la parte más rica de Buenos Aires. Entre vivir como decía que quería vivir y un departamento, eligió el bien inmobiliario. No habla muy bien de mis atractivos humanos, y aún menos, de los de ella.

Estando cerca de ella publiqué la segunda edición de “Tito Martín, el Villazo y la verdadera historia de Acindar” y también la segunda edición de “Los laberintos de la memoria” y ella aportó a pensar un pequeño libro de historia “La parte o el todo” que no tenía dedicatoria aunque si un prólogo maravilloso de un gran escritor y amigo del alma.

Me encantaría que todos me vieran como mi hermano Eduardo me veía: “Schulman es un sastre. Y el mapa de la historia argentina que traza en este libro fue cortado con una tijera ancha, de esas de acero Solingen, que ya no vienen en esta época de bermudas chinas. Schulman tiene también físico de sastre recién bajado del barco. Con el Manifiesto en el bolsillo del saco y la certidumbre de que cualquier lugar es el lugar para hacer de la Justicia un acto comunal. Por eso el sastre Schulman estuvo en la cárcel y tiene –que es la marca en el orillo- cara de buenazo, de intransigente, de obrero autodidáctico, de intelectual inorgánico, de lector furioso y lanzador hacia la calle de las mismas piedras que rompieron la vidriera de su sastrería”.

Ahora que recuerdo a Eduardo, me doy cuenta que si bien yo no dediqué ningún libro, he tenido el honor y la dicha que dos intelectuales de lo mejor del pensamiento crítico rosarino: Rubén Naranjo y Carlos del Frade, prologaran “Los laberintos…” y “Tito Martín…” respectivamente. Y que ahora Fabiana, nada menos que Fabiana, prologue “Un vaso de agua”. No solo me han cascoteado en la vida.

Pero sigamos.

Escribí el quinto libro como un gesto de amor a una compañera inolvidable, santafecina, hincha de Unión, casi vecina la noche aquella de diciembre del 75 y revolucionaria ejemplar. Pero estaba solo cuando escribí “Diecisiete instantes de una primavera”; en cambio cuando edité “Y si hubiera un cielo” estaba cerca de una mujer que me amaba muy de cuando en cuando. Y por unos pocos instantes.

Con ella me creí que el amor solo podía existir en el breve instante y además, solo si era compartida. Como dice el poema de Silvio “No comparte una reunión, más le gusta la canción que comprometa su pensar. Todavía no pregunté «¿te quedarás?». Temo mucho a la respuesta de un «jamás». La prefiero compartida antes que vaciar mi vida”. Ella ni siquiera me consideraba alguien con quien presentarse en lugar alguno y todo debía hacerse en el secreto mientras ella pasaba novio tras novio, en una búsqueda incomprensible que también me decía que lo nuestro era exactamente ese instante fugaz y muy de vez en cuando. Casi como de favor o vaya a saber por qué lo hacía.

Como bien dice Borges, dedicar un libro a una mujer es el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre y yo me atrevo a pronunciar su nombre.

Digo María Gabriela en voz alta para anunciar el amor, para prometer amor, para construir el amor.

Porque podríamos corregir al gran Julio Cortázar diciendo que si es cierto que no se elige a quien amar, dado  que siempre se produce de un modo desconcertante, inexplicable, por una millonaria cantidad de factores que se cruzan y entrecruzan tantas veces que nadie puede rastrear su mapa y corresponde decir que el amor solo se compara con un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio,  María Gabriela tiene razón cuando dice que una vez que aparece hay que cuidarlo, cultivarlo, entenderlo para poder conservarlo.

A veces, con la discreción y el pudor.

A veces con la valentía de salir a decir a los sesenta y dos años, con tres hijos y dos ex mujeres, más algunos pequeños affaires amorosos, que uno se enamoró y tiene tanta confianza que lo estampa en la dedicatoria de un libro.

No en las redes sociales que son efímeras y pueden borrarse, como los políticos borran con el codo lo que prometen con la mano.

No en un pequeño grupo de amigos y compañeros que siempre bancarán las decisiones nuestras justamente porque son eso: amigos y compañeros.

Como bien dice el tantas veces subestimado pensador rosarino Fontanarrosa en ese texto maravilloso sobre los libros “Puto el que lee esto”: “Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos.”

Un libro es, en la proporción debida del valor de la escritura, eterno.

“No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas. De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso.”

Puede ser, y está en todo su derecho, que su amor por el autor termine pronto o en algunos meses: o en un alarde de optimismo, en algunos años. Pero el libro sobrevivirá al amor.

Y si el amor dura hasta el final, el libro, sobrevivirá al autor y aún a María Gabriela.

Una dedicatoria de amor en un libro es un gesto sin retorno.

A mi manera de ver, un gesto de amor incomparable.

Y como dice el poeta oriundo de Palermo, barrio de la misma estirpe que San Telmo o casi: “El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo. Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es una acto mágico.”

O sea, que como el amor es una relación, nadie puede amar sin ser amado (lo que la gente llama amor no correspondido en realidad es frustración, ¿no?) y nadie puede hacer un gesto de amor sin que sea un gesto de la pareja.

Nadie da lo que no tiene, y para dar amor hay que recibirlo.

Mucho me costó asumir que así es; que al menos, hoy, en este preciso instante que lee esta declaración de amor en forma de explicación de una dedicatoria de un libro que es gesto de amor; al menos, en este instante Ud., María Gabriela, cincuentona de ojos increíblemente bellos por lo almendrado de la forma y la luz que encierran, de pelo negro que –sin querer confrontar con su señora madre- a mí me parece muy armonioso con su rostro y con su cuerpo de treintañera bien conservada; un cuerpo que no es una maravilla sino el resultado de un esfuerzo, un cuerpo cultivado del mismo modo que el Che le explicaba a su madre que había superado el asma: “ahora, una voluntad que he pulido con delectación de artista, sostendrá unas piernas fláccidas y unos pulmones cansados.”

Ya termino.

Una última aclaración.

Seguro que Ud., y si no es Ud., si algún día alguien lee estas notas, dirán que no corresponde mezclar a Guevara y a Fontanarrosa con Borges y una declaración de amor. Que no corresponde mezclar la política y la racionalidad con lo que solo es intuición, dominio del espíritu y los Dioses que dominan en esos espacios.  Esos que Ud. está aprendiendo a adorar con los bailes traídos por los esclavos africanos a Cuba y a Brasil.

Pero resulta que nací sin Dios y desde niño aprendí que no hay relación humana fuera de su historia ni de su contexto. De hecho, al menos para mí, el primer elemento en común fue que a los dos, de algún modo, nos hace falta Teresa.

Nada hay más político que el amor; y nada más cruzado por el capitalismo que aquello relacionado con el sexo. Con los besos y las caricias. Con el goce y hasta con el orgasmo (si, ya entiendo que no toda relación sexual debe terminar con el orgasmo, pero si hubiera orgasmo, también el orgasmo)

Solo los dogmáticos creían que el capitalismo era solo el Mercado; para nada. Nunca lo fue y ahora menos que nunca.

El capitalismo es el modo de ser de la humanidad modelada por el mercado los últimos cinco siglos, y me temo que lo será por unos siglos más.

Los cálculos egoístas de lo que cada uno pone y saca de una relación..

La idea miserable de que una persona es propiedad de otra y que ninguna otra puede mirarla o acariciarla por efectos de un acto institucional no tiene otra explicación que política y un tipo de política característicos de la burguesía.

Yo sé que referir a la cosificación de las relaciones sociales, idea genial de Hegel que solo Marx comprendió a fondo y transformó en la base de su interpretación del mundo, no suena romántico.

Pero no es el objeto de estas notas el romanticismo, sino hacerle saber lo anunciado.

Cerca de cumplir los sesenta y dos años, José Ernesto Schulman, santafecino, comunista, hincha de Colón, autor de siete libros y padre de tres hijos: Mariana, Javier y Ernesto David, que alguna vez sufrió una partecita del terrorismo de estado y que por dos veces un Tribunal Oral en lo Penal falló que había sido una más de las miles de víctimas de aquel proceso, lector empedernido y amante de casi todas las formas de la música y la danza, cultor de la comida judía e italiana, andaluza y brasilera, paraguaya y criolla, bebedor de vino, de sidra, de cerveza y de algunas bebidas alcohólicas como el whisky escoses, el ron cubano o la crema de jerez española, compañero de vida de un buen gato llamado Paco se presenta ante Ud. para decirle que la ama y que le ha dedicado un libro.

Y que entiende, al menos por hoy, que es el mejor regalo que puede hacerse, o sea, hacerle.

O sea.

Digo que la quiero

José Ernesto  Buenos Aires, 17 de enero de 2014

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