Adriana entró al Club junto con el grupo de chicas que viajaron juntas. En el camino, mirando por la ventanilla todo el tiempo, algo menos que un recuerdo se le cruzó una y otra vez pero no lo pudo atrapar.
Solo el final, de lo que podría ser una película, se le pegaba a los ojos por dentro: ella iba con su mamá y su papá hasta que tres hombres comenzaban a correr y la escena se quedaba sin luz. Se apagaban los focos y ella no podía ver lo que pasaba.
Romina le agarró del brazo para sacarla de su cielo y riendo le dijo que ya habían llegado, que había que despertar para correr como nunca y ganarles a esas copetudas del Regatas Santa Fe.
En el vestuario se puso la malla, lamentó haberle dicho que no a la abuela, que había pedido viajar con ellas. y junto con las otras chicas se fueron para la zona de piletas. Era muy lindo todo porque, aunque bajo techo y con una pared de por medio, el Paraná se sentía cerca con sus pájaros y sonidos tan distintos a los de su ciudad. La carrera de ella era la tercera y cuando le tocó el turno se acomodó en el punto de partida marcado con un dos y se concentró en la largada. Ya llevaba como tres años de aprendizajes y preparación física así que sabía perfectamente que el momento de la largada definía la carrera. En su nivel casi inicial, dos o tres milésimas de segundo de más o de menos podían marcar la diferencia, de un modo irreversible. Prestó mucha atención al grito de a sus marcas, escuchó el silencio de la breve pausa con todos los músculos en tensión y puso sus manos en la dirección correcta dejándose caer unos segundos antes que desde la cabina se dispare el tiro de largada.
Y voló.
Pero no aterrizó en el agua de la pileta sino en el banco del vestuario.
Eduardo, el entrenador de Gimnasia y Esgrima de Mar del Plata, que le había enseñado cada movimiento de sus brazos y piernas para poder deslizarse por el agua como si fuera un delfín, la tenía en su regazo y la miraba con temor cuando ella abrió los ojos.
Le contaron entre todas que no había corrido, que no había nadado por que cuando sonó el tiro de la largada se quedó congelada en el punto de partida mientras todas las otras chicas quebraban el agua con sus manos y comenzaban a bracear tan rápido que pocos repararon en que ella se había quedado como una estatua humana de esas que le gustaba ver cuando recorrían San Telmo con la abuela.
La semana siguiente fue en Córdoba y la otra en Caseros, y en todas las largadas pasaba lo mismo. Fue en Necochea que a Eduardo se le ocurrió pedir un pequeño cambio en la rutina, que se dejen los disparos por un rato y se use la vieja banderita roja y verde, y como si nada hubiera ocurrido antes, ella se subió al borde, estiró los brazos, aguzó la vista y cuando vio subir y bajar la roja y verde se zambulló como todas y como todas estiró los dedos tratando de agarrar el agua una y otra vez hasta que contó las cuatro vueltas que duraba la carrera. Tercera salió, pero todas festejaron más que un campeonato nacional.
Había vuelto a nadar y competir, pero nadie le pudo explicar por qué el tiro del arranque la paralizaba como si fuera una veterana de guerra.
¿Pero de què guerra?, le preguntó Susana, la psicóloga que la atendía desde hacía dos años. Y ella no supo que contestar. Volvió a visitar a su abuela y a preguntarle donde estaban su papá y su mamá, que no le conformaba esa vaga explicación que le habían dado cuando niña, que quería toda la historia y toda la historia le dieron.
La abuela se puso el abrigo, le agarró del brazo y se fueron juntas para Buenos Aires. En Retiro se subieron al tren y bajaron por la Avda. Libertador muy cerca de la General Paz, donde la ciudad cambia de nombre y la abuela comenzó a contarle la historia.
Mirá, le dijo señalando al otro lado de la General Paz; cuando tus padres vivían allí (y con el dedo fue dibujando los rostros y las casitas que ya no se veían) trabajaban miles y miles de hombres y mujeres que llevaban siglos de trabajar como esclavos y vivir como animales. Por allí había textiles y fábricas metalúrgicas, y escuelas, y villas miserias que por más de veinte años venían luchando para que vuelva el General y para que se vayan los generales.
Y tu papá y tu mamá se pusieron esa camiseta. Pudieron elegir y eligieron. Eligieron ser parte de ese pueblo que sufría y que luchaba. No lo olvides nunca, aunque casi todos ellos lo olvidaron, tu debes saber que tus padres eligieron ser pueblo y no de los que mandan.
Y mirá para ese otro lado, dijo virando el cuerpo hacia la derecha y señalando un largo murallón gris que protegía un grupo de edificios de tejas rojas y blancas paredes. Allí, estudiaban los que habían elegido ser parte de los que mandan y los que viven del pueblo. Le dicen Escuela de Mecánica de la Armada pero es mentira, allí se enseña a cagar la gente. A golpearla si lucha y a hacerle mucho más daño si son valientes y eligen bien como tu papá y tu mamá y diciendo esto sacó una bolsa de tela de la vieja mochila de lana, ese que le había dicho que su mamá le había tejido para ella.
Del bolso sacó un papel casi amarillo, escrito a maquina, y con correcciones hechas a mano con una birome roja. Por esto lo mataron a tu papá y la secuestraron a mi hija. Es la renuncia de tu papá al Congreso de la Nación, o sea, que quiso decir que seguía amando al pueblo y no se vendía como todos los otros. Toma, léelo vos misma, ya estás grande para entender por qué lo hizo.
Y Adriana empezó a leer lo que su papá decía de los niños sin escuela y de los obreros sin trabajo y de los que perseguían a los que defendían todo lo que ella había aprendido que era bueno con su abuela: la solidaridad, la amistad, la generosidad con los que no tienen nada o casi nada. Pero tropezó en una baldosa rota y el papel se le voló de las manos y en el momento en que sus ojos seguían las olas que el papel dibujaba en el aire, empezó a ver a su mamá y su papá que llevaban una nena del brazo y que tres hombres, los mismos de la película que tenía detrás de los ojos, se acercaban corriendo pero la luz no se apagaba y su papá caía sangrando y los hombres armados con rifles con el cañon recortado la embolsaban a su mamá como si fuera un kilo de papas y se la llevaban.
La abuela, la tomó de la mano, mientras que con la otra atrapaba la renuncia al Congreso del Diputado compañero del pueblo, solo para que ella le dijera que ya se acordaba todo; que podía escuchar el tiro de la largada como en la pileta y que hasta podía escuchar a la nena de la película, ahora iluminada, correr a los brazos de la abuela para decir llorando que su papá estaba morido morido por los muchos tiros que le salían de la camiseta y el saco.
Morido morido no, dijo la abuela que ya vas a ver cuando mostremos la carta cuantos de los de aquel lado se cruzan la avenida para ocupar su lugar.
Eso, dijo Adriana, solo hace falta que vean la carta y que sepan que nos mataron por ellos, o sea, para seguir viviendo por siempre.