Cristina Guerra fue una de esas luchadoras de toda la vida.
Digo, de las que peleaban antes de caer en cana; de las que resistieron en los Centros y circuitos clandestinos y de las que no aceptaron nunca ni la impunidad, ni la mentira y mucho menos el abandono de las banderas y sueños revolucionarios de su generación.
Militante de la Juventud Comunista, enfermera, solidaria siempre, cayó en manos de los represores del Circuito Oeste y sobrevivió, pero no para lamerse las heridas mientras se justifica la complacencia con el injusto orden social, sino para vivir cada día con la misma pasión y enjundia revolucionaria del primer día.
Gritona, calentona, la conocí en el local de la Liga un día que se reunían los sobrevivientes de Mansión Seré preparándose para testimoniar en su juicio.
Solo contaré dos anécdotas que la pintan entera: de cuando declaró en el juicio oral y de cuando condenaron a los represores de la Esma
Cuando llegó al primero juicio por Mansión Seré, Cristina se había retirado de la organización comunista y militaba en un movimiento piquetero; pero cuando habló en el juicio afirmó sin vacilaciones que había sido, era y sería toda la vida militante de la Juventud Comunista, de la Fede como se decía en los 70.
Y cumplió.
En sus pocas disposiciones necrófilas pidió que su feretro sea cubierto por las banderas de la Liga y del Partido Comunista; y que cantáramos La Internacional al momento de su viaje final.
Y así lo hicimos. Hay foto.
También hay otra foto, de cuando bailó en la calle, frente a los Tribunales de Comodoro Py con su hermana Iris Avellaneda.
Entonces escribí:
Iris no danza sola
No danza sola ni triste.
En 1987, Sting, un maravilloso artista inglés, escribió una hermosa canción dedicada a las madres que luchan contra la impunidad. Ellas bailan solas tituló a la canción porque creía, como muchos, que las madres estaban solas en su lucha. Pero no era así. Nunca ni para ninguna. Y mucho menos para Iris que no conoció la militancia por el dolor sino que conoció el dolor por la militancia. Larga, inclaudicable militancia revolucionaria por los derechos de todos y por la revolución socialista. Que eso era lo que soñaba el Negrito Avellaneda y casi todos los treinta mil. Y por eso Iris nunca estuvo sola, nunca bailo sola. No estuvo sola en el Campito de Campo de Mayo ni el penal de Olmos. No estuvo sola cuando salió ni cuando fue a Montevideo a buscar el cuerpo destrozado de su hijo. Y no estuvo sola en ninguno de los largos años de impunidad, como no estuvo sola aquel día de la condena contra Riveros y Verplaetsen.
Otro grupo de represores, doce esta vez, han sido condenados a perpetua. Entre ellos nada menos que el ángel de la muerte, el símbolo más poderoso de la perversión fascista de la derecha argentina. Puede que alguno de ellos también se beneficie de las dadivas judiciales argentinas. No digo que sea seguro, pero digo que no es imposible. Pero ninguno podrá hacer lo que hizo Iris esa noche de octubre porteño. Bailar un chámame de festejos con su compañera de luchas, la Cristina que sobrevivió a la Aeronáutica en la Mansión Seré y que tampoco baila sola. Es que los que bailan solos no derrotan la impunidad. La victoria llegó de la mano de las que como Iris o Cristina o Taty o la Adriana o tantas y tantos de tantos y tantas organizaciones de derechos humanos, sindicales, sociales y políticos, saben que para la lucha como para el baile, siempre es mejor estar acompañado.
Iris y Cristina no bailan solas.
Nunca estuvieron solas.
Por eso vencerán.