Navidad del 76 en La Guardia de Infanteria Reforzada de Santa Fe


Al Negro Oscar lo habían agarrado en su casa de Laguna Paiva y lo habían traído a la Side, donde antes estaba la comisaría Primera, en pleno centro de Santa Fe, San Martín y Obispo Gelabert. Le habían dado bastante, pero cuando llegó a la Guardia ya estaba recuperado.

Enseguida nos organizamos en una célula del Partido, y como para las fiestas admitieron unas visitas, recuperamos contacto con la dirección regional.

Un día pasaron preguntando quién quería trabajar en la cocina, dado que la gente ya era tanta, que el equipo de cocineros que tenían estaba superado por el número. Yo salté de la cucheta y tuve suerte de que me anotaran entre los primeros.

Nos bajaban con las esposas puestas. Al principio los tipos nos verdugueaban de lo lindo, pero poco a poco fueron aflojando, preguntaban quién era, por qué estaba allí y empezaron a enseñarme a cocinar. Eso, después de advertirme de que no abriera la boca sobre lo que veía ahí dentro, porque me iban a hacer cagar.

Los tipos se robaban todo y lo reemplazaban burdamente. Se robaban la pulpa que venía para milanesas, y la suplantaban con aguja; se robaban la carne de puchero, y para que la sopa pareciera que tenía carne, sumergían unas tiras de grasa de pella con unos alambres en la olla hirviendo; se robaban el aceite y cocinaban con grasa de pella.

Y eso que la comida era también para el personal que custodiaba a los presos, y esos sí que se quejaban de la mierda que daban de comer.

En la Guardia había libros; algunos insólitos como aquel de La orquesta roja, un relato sobre la red de espionaje comunista en la Francia ocupada por los nazis, que yo me tragué en un solo día. Aunque en aquel entonces creía que era una infamia aquello de que a los militantes antifascistas que se salvaron de los nazis los iba a encerrar Stalin «porque por algo se salvaron».

Todavía no sabía que, si había sufrido el «por algo habrá sido» con que los vecinos nos «premiaron» cuando nos pusieron la bomba en diciembre de 1975, más tarde debería sufrir la sospecha infamante de los que insinuaban que, si habíamos sobrevivido era porque «por algo habrá sido», sin entender que una de las características principales del sistema del terrorismo de Estado era su imprevisibilidad, su aparente irracionalidad, su carácter aleatorio en los temas de vida y de muerte.

Pero más luego, volveré sobre el tema.

También había algunas novelitas rosas y hasta un clásico de la novelística comprometida: La Madre de Máximo Gorki. Tomando mate y leyendo el libro en ronda, siempre había algún memorioso que recordaba bloopers represivos, tales como aquel allanamiento en una casa de estudiantes de la Facultad de Ingeniería Química que se había llevado el libro de La cuba electrolítica por su carácter subversivo, y había dejado La Sagrada Familia de Carlos Marx –Federico Engels por suponerlo un libro piadoso.

Había mucha gente del norte, la mayoría sin militancia alguna; se preguntaban todo el día por qué carajo los habían metido allí siendo inocentes. Me hablaban de pueblos sobrevivientes a La Forestal que yo ni conocía: Tostado, Pozo Borrado, La Margarita, y otros; de uno de esos pueblos habían traído como cuarenta en un colectivo. El único que tenía una «teoría» para explicar su detención era un maquinista de ferrocarril que sabía escuchar Radio Moscú de noche; él creía que los milicos se habían enterado, y que por eso lo habían detenido. Los demás ni siquiera ese «delito» habían cometido.

Yo trataba de explicar que la represión generalizada no era un error sino un estilo premeditado que buscaba atemorizar al conjunto de la sociedad. Como cuando mataban compañeros, les cortaban los testículos y se los ponían en la boca; o como cuando dinamitaban siete u ocho compañeros vivos. Pero algunos compañeros no querían aceptar razones y trataban de hacer buena letra para salir rápido.

Las contradicciones estallaron para Nochebuena.

Los guardias aceptaron un soborno, dejaron pasar la comida que nos traían –impuesto de aduana mediante – y se armó una fiesta dentro del pabellón para la noche del veinticuatro de diciembre de 1976. Todo iba bien, se había compartido la comida que cada uno había recibido, se hizo una especie de clericó dejando madurar la fruta y metiéndole una botella de alcohol comprada a precio de oro a los guardias, y todos estaban contentos hasta que empezaron los brindis.

Empezaron con la historia de la paz entre los hombres, con deseos de que los inocentes salieran pronto, y yo también pedí hacer un brindis, como de compromiso.

Pero cuando levanté mi vaso, miré en el vino: allí vi a Alberto Cafaratti que me miraba, y entonces empecé a hablar de la historia de las luchas en la Argentina, de Espartaco que fue vencido pero su ejemplo es inmortal, de Cancha Rayada y el Ejército de los Andes; y yo brindé por la lucha de nuestro pueblo, por todas las organizaciones populares a las que cada uno pertenecía, y por la Revolución Socialista.

Se terminó la fiesta. Hubo de todo: gritos, enojos, recriminaciones varias.

Algunos se pusieron a llorar, creyendo que los iban a matar enseguida, y cuando al rato no pasó nada, se fueron a la cama. Cuando se apagó la luz, se me acercó el Mono, se agachó al lado mío y muy cerquita de mi oreja me dijo que estaba de acuerdo. Que no éramos avestruces para esconder la cabeza bajo la tierra.

Navidad del 76 está tomado del capitulo 17 de Los Laberintos de la Memoria, del autor, colgado en el blog  y de acceso libre.

Se puede citar, copiar o utilizar para polemizar con la única condición de citar el texto y el autor

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