No hace mucho, en una discusión sobre la pena a solicitar contra un grupo de represores, un fiscal dijo algo que me pareció muy inteligente: después del cuarto círculo del infierno ya no hay matices; quería decir que traspasado un límite, el límite del horror, de la participación en el Terrorismo de Estado que sufrimos entre 1974 y 1982, no correspondía establecer diferencias en la responsabilidad penal de los represores y a todos debía condenarse por el máximo establecido en el Código Penal.
Pero hoy, luego de escuchar lo que aquí se denuncia, debo confesar que estábamos errados: los argentinos, que tanto sufrimos por la aplicación del plan sistemático que pergeñó la Junta Militar -que hasta dimos nacimiento a una nueva categoría de la perversión humana, que bien ganado tiene el derecho a figurar como una de las causas para ir a parar al Infierno descripto por Dante en la Divina Comedia, “la desaparición forzada de personas”, los desaparecidos como se dice llanamente, la “muerte argentina” como la bautizaron en Europa a finales de los 70- conocimos el primero, acaso el segundo o el tercero de los Círculos del Infierno; pero el pueblo colombiano vive desde hace décadas en el Noveno Círculo, ese que para el Dante no arde sino que está cubierto de hielo, porque el fuego arde y se consume; el hielo congela y transforma en eterno el sufrimiento.
Al acercarnos, siquiera intelectualmente, y quiero decir que la Liga Argentina por los Derechos del Hombre –en cuyo nombre hablo- ha estado más de una vez en suelo colombiano, junto a los que luchan por los derechos humanos; digo, al aproximarnos a la realidad colombiana, al repasar la cifra de ejecutados, exiliados, desaparecidos, desplazados, etc. uno no puede dejar de expresar una sensación de agobio, de desmesura, de algo casi inimaginable -siquiera para nosotros- que sobrevivimos al Terrorismo de Estado, que lo resistimos y en alguna medida, en algún sentido, así sea simbólico, lo vencimos. Permítanme, en nombre de mi organización y de todos los humanistas de la Argentina, asumir esta dimensión del horror, este genocidio permanente y cínico que se hace con el ropaje lustroso de la democracia representativa y hasta invocando al libertador Bolívar a veces; asumirla decía, como un momento de reconocimiento y solidaridad, como homenaje y compromiso.
Nosotros, que tanta solidaridad recibimos de tantos pueblos, estamos obligados más que nadie a ser mucho más solidarios y a ser mucho más eficaces en la solidaridad; a ser más inteligentes y más audaces para contribuir a terminar con el Genocidio y construir una paz duradera, verdadera, que requiere de la base firme de la verdad y la justicia, porque la impunidad es el triunfo de la muerte y la justicia de la vida. ¡Verdad y justicia para todos y todas las colombianas victimizados en tantos años, honra a ellos!.
La paz, un camino en dirección contraria al sentido de época.
Se trata, nos convocan, de pensar los caminos de un dialogo que fecunde paz. Y lo primero que uno advierte es que es un desafío al sentido común, al pensamiento “realista” y “posibilista” (en el peor sentido de estos términos, el de dar por inmodificable la correlación de fuerzas y la Tendencia de Epoca) porque si algo va quedando claro de este mundo post guerra fría y post crisis de los vencedores de la guerra fría; en este mundo que combina toda clase de crisis: económicas, alimentarias, medio ambientales que confluyen en una crisis de dominación imperial sin precedentes en siglos, es que América Latina se convierte -cada día que pasa- en el lugar elegido por el imperialismo norteamericano para librar su batalla final.
El levantamiento del pueblo egipcio es acaso la noticia más importante de la segunda década del siglo nuevo. Cuestiona el status quo de un lugar clave para el Imperio como Medio Oriente y llena de esperanzas la causa del pueblo palestino y toda la gran nación árabe; pero así como Vietnam tuvo mucho más que ver con la tragedia latinoamericana que lo que normalmente se acostumbra pensar, el ciclo de rebeliones árabes -que ya tumbó al gobierno de Túnez y al de Egipto-, (recordemos que antes que alumbraran los nuevos gobiernos progresistas de América Latina, los pueblos tumbaron nueve presidentes en una seguidilla de rebeliones antineoliberales a la cual también aportamos los argentinos con nuestro Diciembre de 2001), puede originar un proceso de cambios similares (si no en la forma , sí en el sentido de perdida de capacidad de hegemonía por parte de los EE.UU.) que paradójicamente, refuercen la obstinación yankee en mantener América Latina como “su” patio trasero, incluso abandonando las “buenas maneras” de las “democracias restringidas” que tuvo que aceptar cuando se agotaron las dictaduras militares; que para eso volvió la Cuarta Flota, reemplazan la base perdida en Ecuador con un despliegue colosal en Colombia y mayor presencia militar en todos lados, como se evidenció aquí mismo con el avión yanqui que venía a “adiestrar” nuestra Policía, como si después de tantos años de Terrorismo de Estado y tantos años de “gatillo fácil” en democracia, los Federales o la Bonaerense necesitaran adiestramiento para reprimir o ejercer el control social sobre los pobres y los jóvenes.
Pero nada nos debe desanimar, que estamos celebrando doscientos años de una gesta independentista emprendida cuando en Europa ya había triunfado la Restauración, se destruían las copias de la Declaraciónde los Derechos del Hombre y del Ciudadano y por las capitales del viejo Mundo, el culto y decrépito Viejo Mundo, repartían coronas reales a bajo costo. Animo, que nuestro San Martín nos sigue arengando que para hombres de coraje se han hecho estas empresas.
Y coraje, dignidad, honor y causas nobles no nos faltan.
La victoria y la derrota son más relativas que lo que el Poder cree
En la Argentina se están juzgando (algunos de) los crímenes del Terrorismo de Estado perpetrados durante la última dictadura militar, y hay causas abiertas por los cometidos en el periodo constitucional que desemboca en el 24 de marzo.
Es un hecho histórico, porque rompe la impunidad que los anteriores genocidios gozaron y porque al lograr niveles de justicia, se fortalece la Memoria y se logran mayores valores de verdad. Los juicios son una experiencia casi inedita que generan un sinnúmero de novedades jurídicas; pues es una de las pocas veces en la historia universal del Derecho, que se juzga al Poder y sus acciones; al considerarlos “delitos de lesa humanidad” son imprescriptibles y se libra toda una batalla jurídica por la tipificación de los delitos que es en sí una batalla cultural enorme por la resignificación de la historia.
Genocidio decimos nosotros para apuntar a que la perversión y el horror tenían un propósito: eliminar el grupo nacional que era incompatible con el modelo de país que portaban las ametralladoras y la picana eléctrica. El grupo nacional a exterminar fue detallado minuciosamente en el anexo II de Inteligencia de “El Plan del Ejército (Contribuyente al Plan de Seguridad Nacional)” elaborado antes del 24 de marzo que enumera las organizaciones a “exterminar”: un largo listado de fuerzas insurgentes, políticas, sindicales, religiosas, educativas, etc. Allí estaban todos los componentes del campo popular no importa su identidad cultural o forma de lucha. Los peronistas y los comunistas, los pacifistas y los que practicaban la lucha armada. De paso, que nuestra Liga figure en aquella lista es un “reconocimiento”, que nos honra, a una posición de principios: siempre al lado de los que sufren represión estatal, contra toda violación de los derechos humanos. Genocidio para eliminar un grupo nacional y reorganizar radicalmente el país como efectivamente ocurrió. Por ahora el Poder Judicial se niega a esta calificación a pesar de que en 1948 la Argentina firmó la Convención de Prevención y Castigo del Delito de Genocidio, que lo ratificó por Ley especial en 1958 y que en 1994 la Reforma Constitucional dio preeminencia a los Pactos y Convenciones Internacionales con lo cual el Convenio tiene plena ejecutividad y solo prejuicios ideológicos frenan su aplicación aunque el Tribunal Oral Federal Nº1 de La Plata haya declarado su vigencia en tres oportunidades fallando que los delitos fueron cometidos “en el marco de un genocidio” y algún fiscal se haya sumado al reclamo en un juicio de Buenos Aires.
Cierto que los juicios admiten múltiples abordajes pero yo quisiera comenzar por consignar el asombro de los altos Jefes Militares ante lo nunca imaginado: habiéndose pensado como vencedores están en el lugar de los acusados; acostumbrados a no dar cuenta de nada a nadie deben responder las preguntas de la fiscalía y los abogados querellantes de los organismos de derechos humanos que ellos desprecian y detestan; y para más, se ven condenados por la veracidad que los tribunales otorgan a la palabra de los sobrevivientes de cárcels y desapariciones, a quienes ellos consideraban sub humanos y por ello pasibles de toda clase de agravios, torturas o sometimientos (desde el juicio a la Junta de Comandantes Militares se reconoce el testimonio de los sobrevivientes prueba necesaria y suficiente contra un Genocidio cometido en las sombras, sin dejar rastros ni siquiera cuerpos enterrados. La voz de los sobrevivientes, en cuyas palabras quien quiera podrá escuchar la voz de los desaparecidos, es el principal arma que la sociedad tiene para probar el Genocidio se ha dicho; y no es poca cosa si de reivindicar una generación se trata.
Recurrentemente los altos Jefes Militares, entre ellos los ex Generales de la Nación Videla, Menendez, Riveros y Bussi, expresan su desconcierto ante la contradicción entre la victoria militar y la derrota política. Lejos del arrepentimiento o la comprensión de lo sucedido recurren a teorías conspirativas y prometen continuar la guerra contra el comunismo internacional (nombre que le dan a la “subversiónl” de ayer y de hoy) al que consideran enquistado en el Gobierno Nacional, aunque uno a uno se encaminan hacia lugares de detención o mueren en la soledad política más absoluta, sin que ni siquiera sus partidarios se animen a reivindicarlos, tan distinto al brillo fúnebre que acompañó el final del dictador Pinochet en Chile. Están aprendiendo en carne propia que la victoria y la derrota son más relativos que los rígidos parámetros militares que aprendieron en sus academias o en la Escuela de las Américas del Comando Sur del Ejercito de los Estados Unidos.
Refiere Carlos Marx en El Capital que los historiadores de aquella época, finales del siglo XIX, herederos de la Revolución Francesa, afirmaban campantes “hubo historia, ya no la hay”, anticipándose 150 años al mediocre escriba yanqui que pretendía clausurada la historia y otras “vulgatas” que sonaban como música festiva en los oídos de la burguesía triunfante en la Guerra Fría a nivel mundial y administradora del Consenso de Washington entre nosotros.
En los años que ejercieron el poder total, los militares argentinos proclamaron una y mil veces que su victoria era total y fantaseaban con la eternidad. Un marino fanfarrón[2] soñaba con ser Perón y un General alcohólico[3] convocaba asados multitudinarios para formar el tercer Movimiento Histórico que herede al peronismo y al radicalismo. En su triunfalismo, extendieron sus acciones a Centroamérica y colaboraron con las fuerzas represivas de El Salvador y la Contra Nicaragüense.
¿Y cómo fue entonces que llegamos a estos juicios se preguntarán muchos?
Acaso porque en el primer centro clandestino, que paradójicamente antes fue una Escuela para pobres que la dictadura transformó en una maquina de exterminar pobres que soñaban con dejar de serlo, la Escuelita de Famaillá en Tucumán, un compañero soportó la tortura y alentó a sus compañeros y alguno sobrevivió y comenzó a romper el mito de las desapariciones. Porque en alguna mesa de torturas, un compañero sostuvo su identidad con su sangre, y le escupió en la cara al torturador. Porque las Madres de los desaparecidos comenzaron a organizarse y manifestar. Porque había organismos de derechos humanos que ya existían y pelearon y porque hubo abogados y habeas corpus y solicitadas y cartas y rondas y pintadas clándestinas y puertas solidarias y abrazos y pañuelos y donde menos lo esperaban los milicos, nació la Resistencia. En la Argentina el olvido se construyó antes que la memoria y la impunidad mucho antes que la Justicia; por eso los desaparecidos, las capuchas, los disfraces, los centros clandestinos y la subordinación del Poder Judicial. Pero los genocidas olvidaron una regla de oro de la ciencia militar, mientras hay resistencia el enemigo no está derrotado y en la Argentina nunca cesó la resistencia: dentro y fuera de los centros clandestinos, dentro y fuera de la Argentina, por medios clandestinos y utilizando resquicios legales. Nunca cesó la resistencia. Nunca.
Los militares decretaron la auto amnistía en 1982 cuando comprendieron que con Malvinas habían agotado su tiempo histórico. Pero nadie se la concedió. El clamor era tan grande que en 1985 se logró el Juicio a la Junta de Comandantes, la Causa 13, que abrió un camino de Justicia. Los militares y la derecha civil chantajearon, se sublevaron, el gobierno de Alfonsín claudicó y casi todo lo construido entre 1976 y 1987 en el terreno judicial se perdió. Otra vez sonaron voces triunfalistas, Menem fue más allá y se propuso borrar los pedacitos de memoria conquistados e insinuó la reconciliación nacional entre torturados y torturadores, entre secuestrados y familiares de desaparecidos, entre apropiadores de niños nacidos en cautiverio y las abuelas que los buscaban. No lo escuchamos y durante más de quince años luchamos contra las Leyes del Olvido y el Punto Final, contra los Decretos de Amnistía a los condenados en el Juicio a la Junta, contra el intento de transformar la Escuela de Mecánica de la Armada, donde había funcionado uno de los Centros de Exterminio más grande del país (junto con Campo de Mayo, uno de la Marina, el otro del Ejercito, ocho mil compañeros que pasaron por allí entre ambos) en un Monumento a la Unidad Nacional y ya que está en un emprendimiento inmobiliario, que siempre se puede robar algo más piensa el ladrón.
Quisiera marcar algo, que por tan obvio a veces se olvida: todo el tiempo, las consignas y la estrategia de lucha contra la impunidad se basaron en violentar las reglas de la política “realista”. Cuando los sobrevivientes ya habían contado de los vuelos de la muerte y del sentido estricto de la palabra “traslados”[4], el movimiento popular levantó consignas como “con vida los llevaron, con vida los queremos” y “aparición con vida y castigo a los culpables”. Cuando se clausuraron los juicios penales se inventaron “juicios por la verdad” y se hicieron denuncias tan osadas como la que abrió la causa por la Operación Cóndor contra los gobernantes de todas las dictaduras militares del Cono Sur. En medio de la impunidad más cerrada cientos de sobrevivientes reconstruyeron con paciencia de orfebre los Trabajos de Recopilación de Datos, TRD, juntando los pedacitos de memoria salvados por los sobrevivientes mediante una mirada por debajo de la capucha o una voz grabada en su cerebro en la sala de torturas y reconocida en la sala de espera de un odontólogo o en la cola de un banco. Como un enorme rompecabezas, sin ayuda del Estado que había decretado la impunidad y pretendía tapar con dinero el agujero de la infamia, se reconstruyeron los datos que todavía hoy constituyen el insumo fundamental para los juicios. Porque si algo tiene que estar claro, es que nadie nos regaló nada en cuanto a los juicios. Los juicios que tenemos los valoramos por algunas de las razones que ya dije y por otras más, pero sobre todo porque son los juicios que nosotros mismos supimos conseguir en los más de treinta años de lucha contra la impunidad; años de lucha que fueron reconocidos y asumidos por el actual gobierno nacional al descolgar los cuadros de los dictadores, modificar la Corte Suprema y respaldar la búsqueda de Justicia por parte del movimiento popular.
Pero no se confundan, si algún paradigma guió la lucha contra la impunidad fue el de la locura y no el de la “correcta” operación política ingeniosa de adaptación al mandato del dominante.
El primer diputado de la izquierda que presentó el proyecto de anulación de las leyes se llamaba Floreal Gorini y su propuesta, y las de quienes lo acompañaron y continuaron, durante años eran catalogadas como propuestas “testimoniales”, condenadas a no tener quórum. Y así fue. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis años presentando el proyecto de anulación de las leyes sin quórum, como un gesto digno pero intrascendente. Pero vino la rebelión popular de diciembre de 2001 y apareció el quórum y se anularon las leyes y luego la Corte Suprema cambió su composición y cambió su opinión sobre las leyes de la impunidad.
Vencidos vencimos decía el romano Plauto dos siglos antes de Cristo. Pero es que acaso, la cuestión de la victoria y la derrota debiera considerarse de un modo más complejo que el balance de sangres y cuerpos, de bombas y bombarderos. Si algo aprendimos en esta lucha, es que la justeza y la dignidad de la causa tiene en la perspectiva historica una dimensión que el opresor jamás alcanza a mensurar. Hay una dignidad que el vencedor no conoce escribió nuestro Jorge Luis Borges en unos de sus poemas históricos más conjeturales. Ni conoce, ni intuye, ni imagina: la de Uds., la de los pueblos, la de todos los que luchan por la paz y la justicia, contra la muerte y el olvido, que vendrían a ser dos formas de nombrar lo mismo.
No hay nada que nos identifique más que ser victimas del mismo genocidio.
¿Qué éramos antes de la invasión española que algunos llaman Conquista y otros Descubrimiento de América? Un conjunto de pueblos, con muy diversos estadios de desarrollo cultural y científico, con diversos modos de organización social, aunque prevalecían los modos comunitarios y la identificación con la naturaleza que los llevaba a preservar el medio ambiente como nunca después.
Fue el genocidio europeo contra los pueblos originarios el que gestó la identidad americana; seguíamos siendo muy distintos, acaso más que antes, pero ahora teníamos un elemento unificador que era la decisión del genocida de exterminarnos en parte y esclavizarnos, someternos y devastar nuestra cultura. Porque esa noción la aprendimos en carne propia: es el represor el que nos reúne en el grupo a exterminar, no somos nosotros los que nos incluimos; ellos tratan de generarnos culpa por nuestro sufrimiento: “te reprimimos por que resistes, te torturamos porque no colaboras, te matamos porque no te pasas de bando, sufres porque apoyan a los insurgentes”. Es una operación cultural de dominación y de división.
Por eso nosotros, por regla, siempre estamos del lado de los que resisten y de los que luchan, incluso cuando íntimamente nos parezca que sus formas y modos de hacerlo no son los más eficaces o aún son erróneos. Pero nunca apoyamos al dominador, al discriminador y mucho menos al asesino y torturador. Llevamos setenta y tres años de esta conducta y la mantendremos cueste lo que cueste. Cuando hay gobiernos que favorecen la lucha, mejor, y cuando hay dictaduras feroces, también.
Comenzamos a ser americanos cuando la conquista española y fuimos más americanos cuando la gesta independentista anunciada por el pueblo haitiano, que derrotó al colonialismo francés en 1892 aunque casi nadie lo registre y se hable impropiamente del bicentenario, y desplegada por San Martín, Bolívar, Artigas, O Higgins y tantos otros en 1810. Hubo en la gesta revolucionaria, al menos en sus mejores hombres: San Martín, Castelli, Belgrano entre los nuestros, intención de juzgar los crímenes de los españoles y de hecho el general San Martín funda la tradición nacional de juzgar los crímenes de lesa humanidad en base al derecho consuetudinario en una decisión que hoy mismo reivindicamos contra tanto escriba leguleyo que pretende impunidad para los represores. Pero, finalmente, pese a esos esfuerzos, el genocidio español quedó impune, los pueblos originarios sin recuperar sus tierras y la propiedad territorial en manos de los que formarían la naciente burguesía criolla, rápidamente entrelazada y subordinada con los empresarios ingleses tan bien defendidos por la Royal Navy. Y fue el poder de esa oligarquía con olor a bosta la que frustró la independencia nacional.
La impunidad no solo dejó sin castigo el crimen de unos cincuenta millones de hermanos, contando solo los de los primeros años, digo sin hablar de los que morían en las minas de Potosí o las plantaciones de yerba maté de Misiones, sino que creo las condiciones materiales para la frustración de la revolución de Mayo. La impunidad no es una cuestión jurídica y mucho menos un problema personal de las víctimas, sus familiares, amigos o compañeros de militancia. La impunidad ha sido hasta ahora el principal mecanismo del poder para garantizar su continuidad como Poder; allí donde el Poder es fraude electoral, para consumarlo; y allí donde es guerra abierta contra el pueblo como en Colombia para seguir con los crímenes.
La impunidad del Genocidio español no solo frustró el Mayo sino que permitió la Guerra de la Triple Alianza y la llamada Campaña del Desierto, a finales del siglo XIX, Segundo Genocidio que exterminó la Nación Guaraní, liquidó la resistencia del interior a la hegemonía del Puerto de Buenos Aires sobre la Nación y “limpió” la pampa húmeda y la Patagonia de “indeseables” pueblos para montar el país agro exportador que todavía predomina en la vida económica. Ayer ovejas y vacas, luego trigo y maíz, ahora soja transgénica forrajera; pero siempre el mismo sujeto beneficiario, la burguesía agraria que surgió de los dos genocidios, el español y el del naciente estado argentino. Y la impunidad del Segundo Genocidio es el que permitió la constitución de un estado represor que ha oscilado entre el golpe de estado y los ciclos de vigencia constitucional. Que al menos aquí, todavía no conocemos la democracia verdadera.
Es en la historia del estado represor del siglo XX que se explica el Terrorismo de Estado de los setenta y en la impunidad del mismo, el triunfo de Menem y el neoliberalismo de los noventa.
Fue después de su derrota en Vietnam que los yanquis organizaron la gran operación continental terrorista que tapó casi todo el mapa de dictaduras militares y desplegó una metodología de exterminio que parece una sola, como se parecen nuestros Vuelos de la Muerte con las Fosas descubiertas en 2010 en Macarena, Colombia. Leyendo los dos fallos del Tribunal Permanente de los Pueblos sobre el Genocidio que se viene cometiendo en Colombia desde hace décadas a veces uno se pierde en la geografía: ¿cuál Coca Cola manda matar, la de aquí o la de allá?; ¿cuál grupo paramilitar asesina, corta los testículos y los cose en la boca, la Triple A o la Autodefensa Unida?; ¿ qué político llama a exterminar la subversión Isabelita o Uribe?, ¿qué empresa apoya el Terrorismo de Estado, la siderúrgica Acindar de Argentina o la fruticultora Chiquita Brands de Colombia?. Por eso somos (o debieramos ser) más latinoamericanos que nunca, hermanos como nos querían San Martín, Bolivar, José Martí, Salvador Allende y el Che Guevara
Cierto es que en ambos países el Terrorismo de Estado no nació en los setenta pero sí pegó un salto de calidad que nos obliga a cortar de una vez su reproducción ampliada, pues ni aquí ni allá la próxima oleada será menor o igual, será mayor y más perversa. Esa es la lógica de la historia del Terrorismo de Estado, o lo derrotamos o sencillamente nos termina exterminando. Insistimos, la impunidad no es solo una cuestión jurídica con implicancias éticas o morales; es el límite del cambio social, es el gran reaseguro del status quo y con ello, del mantenimiento de las condiciones que originaron el conflicto social y volverá a hacerlo una y otra vez porque se pueden matar miles, decenas de miles, cientos de miles, pero no se puede matar a todos los obreros y todos los campesinos, y de sus condiciones de vida y de trabajo, del medio ambiente que les permitan tener surgirán las condiciones para la lucha y para la respuesta represiva.
Si se quiere terminar con la espiral de violencia no alcanza con la voluntad de paz ni con todos los “sacrificios” , y habrá que hacer muchos seguramente para lograr la paz en Colombia; hará falta cortar con la impunidad, no se si con toda y de modo absoluto, pero si con la cultura de la impunidad. No están todos ni mucho menos, pero Videla en el banquillo de los acusados en un hecho cultural de proporciones. Los dioses están siendo juzgados por los mortales. Y si sentáramos a los dueños de la Ford y de Acindar, a los banqueros que crearon la deuda externa, mucho mejor. En eso está la Liga y no está sola por supuesto. Y con la justicia vendrá la memoria y con ella la verdad.
Un gran poeta español, Gabriel Celaya escribió sobre la muerte de Federico García Lorca: Que no murió. Le mataron .Contra la cal de una tapia luminosa
me lo dejaron clavado. -”Por vuestros padres- decía-. Y lo dejaron clavado diez pólvoras asombradas y una bruta voz de mando. Todavía en España, yo mismo lo escuché en Granada, hay quienes dicen que Federico murió. Aquí nadie se atreve a desmentir que a Rodolfo Walsh lo mataron. Que no murió, lo mataron. E ahí la diferencia entre la impunidad y la justicia, entre el olvido y la memoria, entre la decadencia de la vieja Europa y la esperanza latinoamericana.
¡Vamos, para que nadie diga que ni uno solo de los cientos de miles de compañeros colombianos, murió; que todos digan que los mataron, que sepamos quién los mató y que vayan presos de una vez por todas!.
Ese sería un buen camino, creemos nosotros, para construir la paz.
[1] secretario de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, ex preso político, ha publicado cuatro libros y dictado cursos de historia y de derechos humanos para el movimiento popular, partidos de izquierda y la universidad.
[2] el Almirante Emilio Eduardo Massera coqueteó con esa idea por años, utilizó la Esma como base de operaciones política y llegó a fundar un diario con ese objetivo
[3] el General Leopoldo Fortunato Galtieri, poco antes de Malvinas, organizó un famoso asado multidinario en Victorica, La Pampa, donde agrupó dirigentes políticos de los partidos tradicionales que colaboraron con la dictadura en cargos municipales y ministeriales. Un socialista llegó a ser embajador en Portugal, Américo Ghioldi.
[4] los represores decían “traslados” a la ejecución sumaria y el entierro clándestino o a los “vuelos de la muerte” que tiraban los cuerpos drogados pero vivos al mar desde la altura de un avión.