A Liliana Mazea que juró dedicar su vida a condenar los represores y está honrando su promesa
Se puso la camiseta en silencio, hacía frio para aquel otoño del 76 o era que él se sentía cada día peor. Se había formado en la Fede pero se había hecho de la Juventud Peronista en los finales de la dictadura de Onganía, se proletarizó en medio de la primavera democrática de Cámpora y –como pocos- comprendió con amargura lo que significaba la expulsión de la Plaza de Mayo aquel 1º de Mayo, poco antes que se muriera el Viejo (¿y si yo nunca le creí, decía, que carajos hago aquí?) y la Triple A comenzara a cazar compañeros como moscas.
En los últimos días habían caído tres de los cinco compañeros de su unidad básica, y a pesar de que hacía meses que había perdido contacto con la organización y su única militancia era la mínima puteada que intentaba en el tren cuando los paraban los milicos, sentía el aliento del monstruo en la nuca.
Sabía que en alguna agenda, en alguna libretita, en la mente desvariada por la tortura de algún compañero pegarían al Gordo con Alberto y al Alberto con su apellido y ya no sería posible seguir clandestino.
Se tomó un mate amargo, se alegró de nuevo, aunque toda la noche había pensado en ella, que la Pitu se hubiera ido con su tía a Santiago del Estero y que nadie supiera nada de ella desde entonces.
Agarró su mochila, le puso el sandwich de mortadela y queso que se había hecho diez minutos antes y salió para la fabrica. Caminó hasta la esquina, dio la vuelta para buscar la parada del 86 pero en un instante lo estaban cagando a patadas en el suelo, amarradas las manos a la espalda le gritaban que les dijera donde estaba la pastilla, que pastilla ni que mierda pensó él que hacía rato la había tirado en el inodoro asqueado de llevar la muerte colgada del bolsillo trasero del vaquero.
Cuando lo encapucharon y lo tiraron dentro de un auto, pudo respirar y pensar al fin. Que loco, no estaba asustado ni triste sino casi alivianado. Se había terminado la agonía y ahora veremos si somos como el Che, se dijo antes que una piña más fuerte que las anteriores lo desmayó y lo sacó de la escena.
Para que contar el primer interrogatorio, las piñas en los huevos, los golpes con la varita en los dedos hasta que se pusieron morados y después; puta madre, lo que vino después sí que no se puede narrar, porque aparentemente es fácil: hay un tipo en bolas atado a una cama de resortes, el tipo está encapuchado y alrededor hay cinco seres humanos que fuman, toman whisky en sucios vasos de vidrio común (el whisky se lo robaron en un allanamiento a un abogado que lo tenía junto con los expedientes de los habeas corpus que había presentado) y de vez en cuando encienden la picana eléctrica y se las pasan por el cuerpo. Por el pecho, por los huevos, por la punta del pene, por las axilas, la conchademimadre que duele más que lo que pensaba dice él entre desmayo y desmayo.
Después, ¿quién carajos sabe cuánto después? y la boluda de la abogada defensora que me pregunta cuánto dura una sesión de picana, que se yo, que le pregunte al monstruo que ella defiende, que ellos sí sabían cuanto tarda un ser humano en reventar quemado por la electricidad; después lo llevaron a una especie de cuartito muy chiquito, todo tapado, aunque a él lo tiraron encapuchado y esposado a la espalda.
Dicen los compañeros que así estuvo un día y medio, sin emitir sonido ni nada.
Dicen los compañeros que ellos creían que estaba muerto, que el Peco lo había visto por una rendija de la puerta de su celda cuando lo trajeron y realmente estaba hecho mierda. Y el realmente quería decir que todos volvían hechos mierdas de la tortura pero él un poco más hecho mierda.
Cuando se despertó, se dio vuelta en el suelo lleno de agua o de orina que no veía nada y no podía sacarse la capucha y entonces despacito se levantó apoyándose en la pared y golpeó con las esposas la pared hasta que le contestaron desde la celda de al lado.
Después hablaron en voz muy bajita, que cómo te llamas, que cómo caíste, que de que organización eras y todo eso que se hablaba en los centros como un ingenuo modo de tirar una botella al mar por si alguno se salvaba y sacaba la historia para afuera, para que los familiares supieran de ellos y para que algún día se supiera la verdad de lo que pasó.
Fue allí que el compañero alzó la voz y le dijo a otro que mirá quien está acá el Gordo de la textil y entonces se escuchó por primera vez el grito de Silencio en la Sala con que los guardias avisaban que estaban y que no se podía hablar.
Que no se podía abrazar a los compañeros ni besar a los muchachitos que lloraban de noche.
Que no se podía pasar un pedacito de pan para la compañera que está embarazada y mucho menos tocarle la panza para ver si el bebe patea y porque eso es lo que le gusta a las embarazadas.
Que no se podía escribir poemas pero tampoco recitarlos en voz alta, ni tampoco cantar ni bailar ni soñar ni agarrar el alma con las manos ensangrentadas y dárselo al que se está muriendo para que sepa que no es vano, que resistiremos, verás, que estos días pasarán y habrá mar y verás que nadie te olvidará mientras el compañero se va apagando y la putamadre que ni un abrazo.
Dicen los compañeros que de todos los que estaban esa noche solo quedaron vivos ellos tres, esta mujer de pelo negro y ojos mansos, este hombre con gesto cansado y los ojos brillantes y él.
Están en una mesa de un bar, ese que está en el noveno piso de los Tribunales de Comodoro Py y en un rato le toca hablar a él en el juicio, los otros dos ya testimoniaron y lo están ayudando a acomodar los pedazos de memoria que son como un rompecabezas y a él se le enriedan cada vez que intenta mostrarlos.
Agarran un papel y vuelven a dibujar el centro, a ubicar donde estaba cada uno de ellos y la guardia y él se mete el papelito en el bolsillo se toma un whisky y se va para la sala.
Cuando entra, lo hace con la cabeza abajo, como cuando caminaba en Devoto cuando lo pasaron del centro a la cárcel y todos celebraban como si fuera un nacimiento, pero después levanta la cabeza y los ve a todos: a un lado los torturadores, que se los ve bien, como si no estuvieran presos o al menos no deben estar presos como nosotros se dijo y del otro lado los compañeros abogados y al frente los cuatro jueces vestidos como si fuera un casamiento, de traje impecable y corbata los hombres, con un tailleur la señora jueza que no está tan mal se dice antes de jurar por los treinta mil y que claro que va a decir la verdad y los tipos le dicen dos cosas: una es que si miente irá preso por no se que articulo, mentir yo se dice, treinta años esperando decir la verdad y me dicen que si miento que se yo; y después le leen el articulo 369 pero no le da bola y se concentra en el papelito que tiene en el bolsillo.
El fiscal le pide que explique las circunstancias que lo llevaron a pasar por la experiencia del centro y él empieza justo por aquel mate de aquel día de aquel otoño del 76 y comienza diciendo que nunca le sacaron quien era la Pitu ni donde estaba y por eso ella está ahí, aunque hace como veinte años no se ven pero vino que bueno se dice él mientras sigue por la sesión de tortura y explica que en el centro no solo se torturaba con la picana sino impidiendo que los seres sean humanos, que sean seres querían ellos dice él, pero no sabe si las señorías entienden su sutileza.
Y sigue y sigue, y después los compañeros abogados le preguntan lo que se olvidó y también el fiscal le pregunta si sabe los nombres de los compañeros y él se dice para si, este tipo es boludo o qué, si ya le expliqué que estábamos encapuchados y tabicados, que no podíamos hablar ni nada, pero hace un esfuerzo y repite los pocos nombres que reconstruyeron entre todos y que él tiene en otro papelito, en el bolsillito del corazón, y después los abogados represores de los represores tratan de confundirlo pero no pueden que él se preparó y no lo van a joder los abogados de la defensoría.
Termina y el juez le pregunta si quiere agregar algo y él dice que sí, que esperó treinta años para decir la verdad, que se sostuvo para hablar en nombre de los que no están y que tenía razón aquel compañero del 76 que no olvidamos a nadie y que están vivos en la lucha del pueblo latinoamericano y dijo que la revolución latinoamericana era la única venganza que les gustaría a los compañeros.
Y levantó el puño.
Y se sentó muy cansado, llorando, sin saber donde meter las manos mientras una ovación venía del lado de los compañeros y él se veía en la Plaza de la Revolución cuando Fidel le pregunta si vamos bien con la revolución? y Camilo le contesta que sí, que vamos bien.
Pero el presidente del Tribunal está gritando como loco, dice, ¿que loco no?, Silencio en la Sala, que aquí no se puede hablar ni gritar, que este es un sitio venerable, que los voy a castigar a todos prohibiéndoles que vuelvan a las audiencias.
Y saca otro papelito y vuelve a leer el famoso artículo 369 y ahora él lo escucha y no lo puede creer “ Las personas que asistan a la audiencia bla bla bla o contraria al orden y decoro debidos, bla bla bla, ni producir disturbios o manifestar de cualquier modo opiniones o sentimientos.”
Sentimientos, sentimientos.
Y por qué razón creen estos tipos que declaré yo? se dijo en voz baja, bajando la cabeza de vuelta hasta que un abrazo con los compañeros le recuerda que no está en el centro y que los señores que decían y que dicen Silencio en la Sala perdieron y que él puede tocar a la compañera en el pelo, y al compañero darle un beso y a esa chica que no conoce abrazarla y levantar otra vez el puño y en silencio, pero su silencio que no es el de ellos carajo, dedicar ese día a los que no están.
En realidad, leer y releer este relato, no importa si está bien/muy bien escrito, me lleva cansínamente al año 1976. Todos o casi todos pasamos/pasaron por esto en mayor o menor medida … de dolor. Sí, me gustó y mucho … pero llega demasiado profundo. y duele … vaya si duele.
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