La mujer miró asombrada: de repente, sin parar ni disminuir la velocidad, la puerta trasera de la casa rodante se abrió y dos hombres maduros desnudos, ensangrentados de arriba abajo, saltaron a la banquina y se pusieron a correr para el lado del río.
Al pasar frente a ella gritaron cosas incoherentes: –Sálvenlas, son dos mujeres y las bestias las van a matar.
-Sálvenlas, una de ellas está embarazada y no resiste más.
Y siguieron corriendo.
La mujer volvió a mirar la casilla pero había seguido su marcha, y al dar vuelta el camino se había perdido de vista.
Los guardias repararon en la fuga sólo al llegar a la Casita.
Ahí se volvieron locos y la emprendieron a patadas con Carlitos, el hijo del Chocho que por estar encadenado a la pared de la casa rodante no se había podido escapar con su padre y el viejo Duarte.
El Chocho es el que estaba en la camilla donde se torturaba.
Había sido el último en recibir la picana, y creyéndolo medio muerto no se preocuparon mucho de que solo estuviere atado con correas a la camilla. El pibe estaba encadenado, y el otro viejo estaba tan hecho mierda que estaba tirado en el suelo.
La patota se fue a chupar y mandaron a dos perejiles como chofer y acompañante/custodio, hablaron por teléfono a la Central y avisaron que mandaban a los muchachos solos porque les había salido una misión operativa inesperada.
En el boliche no sólo podían chupar, también había un par de putas nuevas que los tenía bien calentitos desde el viernes pasado en que cuando se disponían a ….el pelotudo del Curro los mandó a llamar por una boludez.
Cuando la casa rodante arrancó, el Chocho levantó la cabeza, le preguntó al hijo como estaba, le pidió que se fijara si Duarte seguía vivo y volvió a apoyar la cabeza en la camilla.
Pero instantáneamente, su mente percibió que estaban solos.
Era la oportunidad que había esperado desde que lo levantaron de su casa, o mejor dicho del taller de carpintería que tenía al frente y donde trabajaban él, su hijo y el pelado Simón.
La carpintería era del gordo Jaime pero este se la dejó cuando se casó y se fue a vivir a Rincón tratando de zafar del segundo infarto, ese que lo atraparía unos pocos años después dejando un vacío más grande que su figura, y es que el gordo Jaime era de esos comunistas de verdad, de los que se extrañan por treinta años, como ahora yo lo extraño.
Al Chocho nunca le gustó que en el taller fueran todos comunistas y que todos tuvieran tareas de responsabilidad.
Sabía que eso violaba los principios de seguridad, que si caía uno iban a caer todos; cada tanto se decía a sí mismo que -el mes que viene me busco otro laburo para él y les dejo el taller a los muchachos, pero siempre estaba demasiado ocupado.
Y además ya no era tan joven.
Tan joven como en aquel 1962 cuando dirigió a los ferroviarios de Laguna Paiva que detuvieron los trenes y les prendieron fuego para taparle la boca a Frondizi que decía que la huelga ferroviaria ya había terminado y ellos, junto con los de Villa Constitución, decidieron seguirla hasta lograr la reincorporación de todos los compañeros, empezando por los directivos de la Fraternidad de Villa y los de la Unión Ferroviaria de Paiva .
Tan joven como en aquel invierno argentino en que viajó a Cuba y estuvo seis meses preparándose bajo la dirección del propio Che Guevara subiendo la puta Sierra Maestra con una tremenda mochila en la espalda.
Y a no quejarse que el Che se les cagaba de risa haciendo crueles chistes sobre -lo flojitos que eran los comunistas argentinos. Capaces, decía el Che, de resistir sin chistar toda clase de torturas, pero no de asaltar un nido de ametralladoras.
Y del Che es que se acordaba ahora en esa camilla, justamente en esas palabras que el Che les repetía casi cada vez que se encontraban: que no se trataba solo de resistir, que había que lanzarse sobre el enemigo, abrazarlo con las propias manos si no había armas y morir juntos si era necesario, pero siempre atacar, siempre, decía el Che y los miraba uno a uno
Cierto es que ya no era tan joven como cuando se fue de Alto Verde porque los canas lo tenían podrido de meterlo preso aunque no hiciera nada, porque ya lo habían junado como comunista.
No era joven, pero todavía les podía ganar a esos hijoeputa.
De repente comprendió que toda la vida se había preparado para ese momento.
El que lo veía por primera vez podía pensar que era un don nadie, uno más de esos cabecitas negras que habían bajado a las ciudades en los ‘40 y se amontonaban en las villas como su Alto Verde, pero tenía la preparación combativa rigurosa de los que acompañaron al Che a Bolivia, o de los que se fueron con Masetti a Salta.
-Si el Partido me hubiera autorizado…
Pero le dijeron que esa no era la nuestra, que había que prepararse bien, sin aventuras, que ya nos llegaría el tiempo de pelear.
Y él les creía. Era demasiado disciplinado para discutir en un tema como ése.
Pero en la casilla, él era el jefe y sabía que si no lo sacaba rápido al viejo Duarte de ahí no duraba mucho.
-Dos o tres días había dicho el medico que lo revisó cuando casi se les queda en la tortura, y el Chocho había escuchado y trataba de calcular cuánto tiempo quedaba.
La camilla tenía un borde muy filoso. Ahí podía romper una de las cintas que lo ataban, después la otra y después vería.
Ni siquiera pensó que si lo agarraban con las tiras cortadas, lo iban a volver a torturar. Y esta vez sería a matarlo.
Una vez que tomó la decisión ya no pensó más.
Sólo actuó.
Aunque no lo pareciera, repito, era en realidad un milico.
De los nuestros.
Cortó una cuerda, luego la otra, se sacó la sucia capucha que lo ahogaba y más tranquilo liberó al viejo Duarte y empezó a buscar con qué cortar la cadena de Carlos, pero rápidamente se convenció de que no tenía ni tiempo ni herramientas.
Que lo tenía que salvar a Duarte y fugarse él.
Le empezó a pegar a la traba de la puerta con un zapato que estaba tirado.
Los minutos pasaban, ya habían dejado atrás el río Salado y se iban para el lado de Santo Tomé, a la Casita donde los tenían chupados.
No tenía más que cuatro o cinco minutos así que se tiró con todo, forzó la puerta, la abrió, lo agarró al viejo y se tiró a la banquina.
Vio a las dos mujeres, recién ahí se acordó que estaba en bolas y trató de orientarse para el lado del río. Cuando llegó a la orilla empezó a escuchar las sirenas de los que lo buscaban con furia.
Decidió esconderlo a Duarte detrás de un matorral bastante largo, fugarse él, y luego venir a rescatarlo.
El viejo no podría nadar como él.
Lo dejó, se tiró al agua justo cuando veía venir a lo lejos un helicóptero que siguió para el lado de la Casita pero que a los pocos minutos pegó la vuelta, encendió un reflector y empezó a peinar la orilla del río.
Estaba tan hecho mierda que apenas podía mover los brazos, pero los años en el río lo ayudaron; de a poquito buscó una corriente favorable y un poco nadando y otro poco flotando cabeza abajo, como si estuviera muerto, se fue acercando a la otra orilla, para el lado de donde vio unas luces.
Calculo que estaría detrás del barrio Centenario, no lejos de la cancha de Colón, con mucho esfuerzo salió del río, tocó un timbre y con toda la fuerza de su convicción explicó tranquilo que se había escapado de los militares, que lo único que necesitaba era hacer un llamado telefónico y que le presten un poco de ropa vieja.
Que el Partido se la iba a pagar apenas él llegara con ellos.
La gente lo miró asombrada pero le abrieron la puerta, la mujer lo curó un poco y le trajo un par de pantalones y una camisa de su marido.
Le dejaron hablar solo y esperaron con él que lo vinieran a buscar en un auto.
Era una renoleta vieja y la manejaba el viejo José Sorbellini, el mismo que tiempo después me iría a recibir en la jefatura del Área 212.
Es que Don Pepe, igual que el Chocho, simplemente hacía lo que había que hacer, siempre.
La primera vez que lo vi al Chocho nos peleamos a muerte.
La Fede había hecho una reunión clandestina bastante grande en una quinta de la zona de Guadalupe, el Chocho nos había prestado una olla para el mate cocido y -qué raro no?- nos la olvidamos en el apuro del regreso. Discutimos porque nadie quería poner la cara con el Partido y explicarles que nos habíamos olvidado la olla, al final acordamos que sin decir nada yo la fuera a buscar y la devolviera.
Pensábamos que así se cerraría el incidente.
Que ilusos, o qué poco lo conocíamos al Chocho.
Pasé por su casa y le avise que ya que nos habíamos olvidado la puta olla, iría a buscarla y que al otro día se la devolvía; bueno, dijo, pero tiene que estar aquí a las siete de la mañana, porque yo trabajo, dijo provocador.
En ese tiempo sólo se llegaba allí en tren.
Así que al otro día me levanté como a las cuatro de la madrugada, me fui a la estación que estaba cerca del Puente Colgante, tomé el tren que iba a Paiva, me bajé en medio del campo, recogí la olla que le debíamos a Chocho, volví a tomar el tren y a las siete y veinte toque timbre en su casa.
El Chocho abrió la puerta, me dijo que habíamos quedado en que se la devolvía a las siete.
Que era tarde y que volviera al otro día a la hora que correspondía: a las siete en punto. Ni un minuto antes, ni un minuto después.
Yo lo miré asombrado, me dije este tipo esta loco, lo reputié y le tiré la olla al medio de la calle.
Por un año ni nos hablamos.
El no le dijo a nadie lo que yo había hecho, simplemente no me hablaba.
Un día el gordo Jaime me invitó a tomar cerveza y me sacó el tema.
Me preguntó qué había pasado y me explicó que si en vez de una olla, lo que yo tenía que devolver hubieran sido balas, el Chocho estaría muerto.
No dije nada, pero aprendí la lección.
De ahí en más, en mi vida militante, hice todos los esfuerzos que pude para no llegar tarde a ninguna cita, sean tiempos ilegales o legales.
Y aprendí a respetar al Chocho bastante antes de la fuga.
El viejo Duarte fue recapturado por los milicos y se murió a poco de salir con el hígado reventado por la tortura.
El Chocho sufrió un infarto al poco tiempo, estando ya en Rosario y trabajando para el equipo ilegal del Partido, pero sobrevivió.
Lo veía seguido porque la visitaba a mi mamá de la que se había hecho amigo, y para mi asombro le hacía hacer tareas de los cuales ninguno de los dos jamás me dijo nada, aunque mucho tiempo después me enteré que en aquellos años habían guardado parte de una imprenta desarmada bajo la cama de mi vieja.
Se murió sin que nadie supiera lo que había hecho, practicaba la discreción y el silencio de una manera desesperante para mí: pero ya lo dije antes, él no era como nosotros.
Aunque vestía como todos y parecía un pacífico colaborador de la dirección del Partido, de esos que llevaban un sobre o hacían el asado en las reuniones, era un soldado.
Y de los nuestros.
Nunca me lo dijo pero yo sé que lo único que se lamentaba era el no haber ido con el Che, o con Masetti, o al menos morir peleando en aquella Casilla donde escribió una de las páginas más heroicas, y más ocultas, de la historia de la resistencia a la dictadura en Santa Fe.
Jamás se enteró que su heroísmo fue como una cuerda poderosa de luz de la que nos aferrábamos cada vez que uno de nosotros quedaba en manos de la patota, y cada uno a su manera, nos esforzamos por hacer lo debido, no importa la circunstancias ni las consecuencias.
Como el Chocho en aquella casilla.