Diecisiete instantes de una primavera……….el comienzo del cuento sobre el Ciego y la Mechi


  “Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto.

Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.

Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. “

Julio Cortazar, “Rayuela”

La Mechi

A veces, en esas largas noches de guardia en el Hospital, cuando se quedaba sola y podía prepararse unos mates, se ponía a pensar si la vida pudo haberse disparado por otro sendero que el que había tomado.

A la distancia, doble distancia, geográfica y del tiempo, podía ver mejor cómo se habían ido encadenando los acontecimientos para llevarlos a aquella esquina rosarina en donde todo cambió.

Pero entonces, entre el 72 y el 75 todo había sido tan rápido, vertiginoso, que no había sido fácil para nadie adivinar lo que se les venía encima.

Ella era santafecina, pero para estudiar Medicina había tenido que irse a vivir a Rosario, que para nosotros, es como irse a otra provincia porque una cosa es de San Lorenzo a Villa Constitución y otra de Santa Fe a San Justo, porque para el norte, digamos por la zona de Vera a La Gallareta, ya es otra provincia. No dos, sino tres provincias conviven bajo el nombre de una, pero de eso qué se iba a entender en La Habana si no lo entendían en Buenos Aires; que no podían entender que una santafecina mirara extrañada si alguien le preguntaba si era rosarina.

Claro que no, santafecina y de Unión, diría ella.

A lo mejor todo empezó con el viejo, peronista, sindicalista -pero de los de antes, no como la caterva de burócratas que ella conoció de cerca en Villa Constitución muchos años después- que lo metieron en cana en el 55 a pesar de que había quedado discapacitado y ella se agarraba a sus pantalones para que no lo lleven.

Y él la miraba con ternura, con tristeza y con una dignidad que ella no olvidaría jamás.

Nunca fue demasiado pobre, pero tampoco nunca vivió en el centro ni fue a la Inmaculada ni a los otros colegios de las niñas bien santafecinas; las que jugaban al tenis en el Lawn Tenis de la Costanera y se bañaban en la pileta del Jockey para no mezclarse con los negros en el Parque del Sur o las playas de Guadalupe.

Por eso, por ser hija de peronista y de trabajadores, le pareció bien la idea de ayudar a los más pobres y acompañar a los chicos que iban a la Iglesia del padre Catena en el barrio Santa Rosa de Lima aunque no era la única voz que escuchaba porque, si vamos a ser precisos, me escribió una vez, y era obsesiva como pocas con los detalles, que con el primero que habló de política en serio no era ni peronista, ni cristiano, ni siquiera pobre; aun más, cuando ella lo conoció, él ya había abandonado familia y estudios para proletarizarse,  o sea, abandonar el hogar paterno e irse a vivir como y con los obreros, trabajando en una fabrica metalúrgica y viviendo en una villa miseria.

Era hijo de un escribano que había sido presidente de Unión para finales de los cincuenta y tenía un destino de escritorios, paseos con niñas bien de la sociedad y una casa en la costanera para criar los hijos de una chica bonita que le esperaba sin falta; pero se rebeló y eligió jugarse por el pueblo.

¿Acaso fue su muerte lo que la conmovió tan profundamente para llevarla en un solo movimiento a esa esquina de Entre Ríos y Santa Fe, a metros de la Facultad de Humanidades, esa tarde de mayo de 1975?

Tenía ojos azules y ella no sabía que le gustaba más, si las promesas de la revolución cercana o esos ojos que la miraban de cerca.

Su muerte en Trelew, fusilado por los marinos en la Cárcel después de la fuga frustrada, fue la señal que no entendí, se dijo sacudida por el recuerdo y se puso a pensar en esos días santafecinos cuando llegó el cuerpo de Jorge Alejandro Ulla al aeropuerto, de noche, en un avión militar y los hijoeputa de los policías hicieron un cordón tan cerrado que en un momento, hasta la mamá de Jorge quedó afuera y hubo que putear y pelearse para que la dejen acercarse a ver su cadáver.

Pero fue en Rosario, cuando empezó a estudiar Medicina que encontró a la Fede y nunca dejo de pertenecerle, de amarle, de pelearse con todos para ser mejores comunistas.

Y fue en la Fede de Rosario que lo conoció al Ciego.

El Ciego

No sabría decir desde cuando usaba lentes. Cuando yo lo conocí, él ya usaba unos con cristales gruesos, de esos que parecían culo de botella, pero decían los que le conocían de muy niño que eso no le había impedido ser muy travieso desde muy pequeño: la madre temblaba al llevarlo al jardín porque sabía que dos por tres, las maestras vendrían con cuentos y quejas.

En la casa mucho no se hablaba de política y ni el papá ni el segundo compañero de su mamá se metían mucho en los líos en que él se metería.

A lo mejor, fue ese espíritu irreverente que traía de la cuna lo que lo llevó a acercarse a ese compañero de banco con el que empezaron a colocar carteles contra la dictadura de Onganía por los pasillos y en el baño y hasta llegaron a cortarle las mangas al saco de un profesor facho en un recreo, pero con tanta mala suerte de que el celador entró justo cuando ellos estaban adentro, y los castigó con un montón de amonestaciones que los dejó al borde de la expulsión.

El celador era de la C.N.U.[1], una organización de la derecha extremista alojada en el peronismo, que sería una de las bases operativas de la Triple A pocos años más tarde.

El estudiante era hijo de un medico del P.R.T.[2] pero no sería a la Juventud Guevarista que él se incorporaría sino a la Fede, aunque eso sería un poco más tarde, pero el episodio le dio cierto “prestigio” en el colegio Nacional y provocó que los compañeros de la Fede, la Laurita y el Oso primero que nadie, se le acerquen y comiencen a invitarlo a peñas y todo tipo de actividades.

De hecho, en una casa de estudiantes de la Facultad de Ingeniería, cerca del Monumento a la Bandera, funcionaba algo así como un club de amigos, todo muy informal, pero fue a ese grupo el primero al que se incorporó aunque de un modo un poco extraño. Casi no hablaba, escuchaba atentamente y de vez en cuando se dejaba hacer el amor por una compañera bastante mayor que él que prácticamente lo instaló en su casa hasta que algunos de la Fede de la zona centro de Rosario decidieran rescatarlo, afiliarlo y darle tareas súper exigentes como para que no tenga tiempo de nada, y menos de acostarse con la compañera mayor, tareas de acción, como las que él pedía.

Creo que fue por el 72 que lo pusieron  al frente del grupo operativo de la Fede que estuvo en la toma del barrio Tablada, barrio con memoria si los hay porque allí fue que la Resistencia Peronista se hizo fuerte en el 55, fuerte se hizo el Partido y otras fuerzas de izquierda bajo la dictadura de Onganía y eso explica que después, poco después que él se fuera a Cuba, La Tablada fuera arrasada por Díaz Bessone y el Segundo  Cuerpo.

Pero en el 72, no pudieron con los compañeros.  Tres días, setenta y dos horas contadas por minuto, resistieron los vecinos, y con ellos la Fede y al frente del grupo el Ciego que desde ese momento se las arregló para formarse en lo que entonces se llamaba autodefensa aunque él y muchos otros, pensaban en golpear y avanzar, soñaba, en esas noches previas a conocer a la Mechi, con ofensivas victoriosas y banderas al viento acariciándole la cara.

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