El boxeador de la Cuarta…la prehistoria de una gran noticia


Cómo pega el hijo de puta.

Me han puesto la capucha y no veo venir los golpes; como me agarran desprevenido, parece que dolieran más.

Vuelo de un lado a otro de la habitación, como si fuera una almohada en manos de niños. Pero éste no debe de  ser un niño; será seguramente un boxeador fracasado, o un forzudo.

Me derriba, y yo aprovecho para rodar como desmayado, tengo que quedarme en el suelo todo lo que pueda.

Para no meter la pata, para no hablar, para no hacer nada de lo que ellos quieren de mí. Pero, ¿qué carajos quieren?, ¿qué pueden no saber de mí después de todo lo que pasó?

¿O será que les da por las bolas que yo siga militando en el Partido?

Trato de pensar en Fucik.

Trato de pensar qué mierda hacía Fucik cuando se la daban, pero una piña en el  estómago me dobla en dos. Y ya me levantan de nuevo.

No es fácil acordarse de la literatura, pero hago un esfuer­zo.

Ah sí, ya me acuerdo: para aguantar la tortura, Fucik piensa en lo que más quiere. Y lo que más quiere es  su mujer y su Partido.

Hagamos la prueba.

No funciona, igual duele.

Ahora me ponen contra la pared y anuncian que me van a fusilar. Aunque no me vean, sonrío: qué boludos, si lo  que uno quiere es que no lo torturen más. Si te tienen que matar, ¡que te maten de una vez!

Me pongo derechito, esta película sí que la vi. Ahora me acuerdo del cura Ladislao, novio de Camila O’Gorman; y por eso, porque él es cura, los persiguen a los dos; a él lo fusilan antes que a ella, y muere con admirable serenidad.

Yo también trataré de terminar dignamente.

¿Alguien se acordará de mí si me matan ahora? Somos tan­tos…

¿Y qué pensarán de mí los de la Fede?

¿Alguien me llorará como yo lloré al Alberto?

Pienso en la gran bandera roja que veíamos flamear en la Plaza Roja de Moscú.

Salíamos del Metro con el Alberto y con Bolita; íbamos ca­minando despacio, porque la avenida corría cuesta arriba; del Metro a la Plaza Roja hay unos trescientos metros en subida, y de a poco se ve la bandera roja que ondea en la cúspide de las torres del Kremlin.

Anochece, y la bandera roja sobre el Kremlin es para nosotros el símbolo de la Revolución.

¿Cuantos murieron en la Segunda Guerra Mundial?

Veinte millones, entre ellos todos los Schulman, menos mi abuelo.

Pero sí murieron todas las hermanas de mi papá, y sus tías y sus tíos, que hubieran sido mis tíos abuelos, o qué se yo qué carajo hubieran sido. Pero eran míos.

El Curro Ramos sigue verdugueando. Pero yo ya me escapé.

Él no sabe que ya no estoy ahí, que voy volando por la historia del Partido.

Del viejo Sorbellini defendiendo el Sindicato de la Cons­trucción con el fusil en la mano, de Florindo Moretti entrando en una  comisaría de Villa Ocampo y liberándolo a Don  Pepe a lo guapo.

A lo Florindo nomás.

El mismo Florindo que se pasó tres días pidiéndole a Vittorio Codovilla que lo autorizara a convocar la insurrección armada para acompañar la resistencia peronista que intentaba enfrentar el golpe desde el paro general que se mantuvo en Rosario, cuando ya se había levantado en todo el país.

Por supuesto que inútilmente: Codovilla, eterno dirigente princiopal del Partido Comunista, no iba a usar las armas.

Nunca.

Pero, entonces, ¿para qué mierda las tenía?

Ahora me acuerdo de Ingalinella, del día que estuvo en la casa de mis viejos y trajo tierra de Stalingrado. Qué extraño, ¿no? Un montón de gente grande mirando un frasquito con tierra.

¡¡Buum!!

El balazo pegó cerca de la oreja.

Me pongo a calcular si era una bala o un petardo.

El Curro se hace el enojado con los que dispararon, dice que es una vergüenza que tengan tan mala puntería, que va a tener que tirar él en persona.

Me ponen otra vez contra la pared.

Pero otra vez me escapo.

Ahora estoy en la Plaza de los Congresos, es el 13 o el 14 de septiembre de 1973, y Jorge Garrido me lleva a la marcha de las  juventudes políticas contra el golpe en Chile.

Nos subimos a la estatua que está frente al Congreso, donde está la fuente, y desde allí miramos todo: el mar de banderas rojas y argentinas.

Anda a la puta que te parió Curro, ¡mátame o hace lo que quieras, que igual nosotros te vamos a ganar!

Como te ganamos en Rusia, en Cuba, en China, en Portugal.

El mundo es nuestro, y estos días de derrota serán una especie de exotismo de la historia.

Algo de eso había leído: cuando este mundo capitalista desaparezca, a las generaciones futuras les parecerá muy extraño el modo en que está organizada la vida en estos tiempos nuestros.

Si les va a resultar extraña la plusvalía, ¿qué van a pensar de la picana eléctrica en las bolas, y de que te metan la cabeza en un balde con orina y mierda, o que le metan la ametralladora en la vagina de las compañeras, o que obliguen a los presos a cogerse entre sí con una pistola en la cabeza.

¿Quién carajo va a poder imaginar lo que era esto?

Y ahora… ¿qué pasó, por qué no me pegan más?

Se fueron todos, me dejaron tirado como un trapo de piso estrujado.

Me vienen a buscar y me tiran en una celda.

Pero no en la del medio, donde estaba en octubre del 76; ahora estoy en una de las tumbas de la derecha, donde estaba la chica que se murió de diabética, creo.

– ¿Quién es? – pregunta el compañero de la celda contigua.

–El gordo Schulman – le digo

–. Yo salí de Coronda hace poco; y vos ¿quién sos?

–El Mono, dice, soy el Mono, José…. Pero, qué mala suerte, el único que salió y ya estás de vuelta adentro.    A mí me trajeron a declarar, nos están trayendo por causa, nos torturan y después te hacen firmar cualquier mentira.

– ¿Y por qué no los denunciás al juez? – le pregunto.

–Boludo, si el que te tortura es el Juez

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